“¡Papam habemus!” anunció el cardenal Jorge Arturo Medina Estévez, de origen chileno, desde el balcón principal del palacio vaticano. Eran las 18:30 horas del día 19 de abril de este 2005. Segundos después aparecería, sonriente y feliz, el cardenal Joseph Ratzinger previamente señalado en las encuestas periodísticas como el sustituto ad-hoc del difunto Papa Juan Pablo II.
Igual que éste hace 26 años, Benedictum XVI -nuestro nuevo Pontífice- unió sus manos y saludó a la multitud como un deportista triunfador. La grey católica romana, ahí reunida, captó el gesto y lo aclamó intensamente por varios minutos. Joseph Ratzinger asentía gratificado y agradecido por los aplausos, el ondeo de banderas de múltiples nacionalidades y las vivas y porras de una masa enardecida en entusiasmos. La tecnología de la televisión trajo a nuestros hogares el singular acontecimiento. No resulta frecuente ver, en estos tiempos, una entrega popular de tanta totalidad hacia un personaje público; mas lo cierto es que hemos visto en el curso de nuestra vida, por el cine, la prensa gráfica y escrita y la TV, las asunciones papales del siglo XX. La primera transición que oímos por radio y vimos en el noticiero cinematográfico RKO, fue la muerte de Pío XII y la sustitución por Juan XXIII.
Pío XII había asumido el pontificado el dos de marzo de 1939, en el vórtice de la crisis bélica europea que condujo a la Segunda Guerra Mundial del siglo XX. El nuevo rector de la Iglesia Católica vivió días difíciles y desafíos morales casi imposibles de resolver. Hitler estaba dispuesto al mayor genocidio de la historia: la matanza de judíos que se inició en la propia Alemania y siguió en Polonia. El Vaticano era un Estado sin armas ni deseos combatientes. Tenía, es cierto, la fuerza de la palabra, pero Pío XII pensaba que cualquier condena suya a los asesinatos masivos habría de provocar una reacción colérica contra la Iglesia Católica imposible de conjurar. Por otra parte el Santo Padre odiaba a los comunistas, aliados en esa guerra contra el eje Alemania, Italia, Japón; Eugenio Pacelli, cargaría por siempre el estigma de su mutismo ante la persecución de la raza judía.
Y así murió el día nueve de octubre de 1958, trece años después del ataque aliado a Normandía y el rendimiento de Alemania en 1945. A Pío XII lo sustituyó Juan XXIII, un Papa de rostro amable decidido a recuperar el liderazgo de la religión católica en el mundo. A Juan XXII se le eligió para dirigir a la Iglesia de Cristo el día 28 de octubre de 1958. Dos años después, en la Navidad de 1961, asombró al mundo al convocar al II Concilio Vaticano que enfrentaría los retos de la sociedad derivados de la posguerra. Juan XXIII inspiró el Concilio y lo dirigió a la conquista de sanos objetivos de reconstrucción universal; pero murió el tres de junio de 1963 sin saber las conclusiones del cónclave católico. Paulo VI lo sustituyó el 21 de junio de 1963 y pudo darle fin en 1965 y aún dirigir la cristalización de gran parte de sus reformas. Falleció el cinco de agosto de 1978 y días después, el 26 de agosto del mismo año, se ungió como Papa a un simpático, risueño y renovador cardenal italiano que solicitó ser llamado Juan Pablo I. Éste permaneció unos cuantos días en tal calidad: del 26 de agosto de 1978 al 28 de septiembre de ese mismo año, en que Juan Pablo I, quien murió en firma misteriosa, nunca esclarecida.
Sobrevino entonces la asunción del Sumo Pontífice con mayor duración en el mando de la Iglesia Católica: Juan Pablo II, civilmente llamado Karol Wojtila. Fue un Papa conservador, reticente ante las demandas de la sociedad moderna y ciertamente enemigo de la concepción interrumpida, del condón y otros métodos anticonceptivos, de la homosexualidad, de la eutanasia y de la ingeniería genética. Acercó en cambio a Roma a las iglesias cristianas y ortodoxas; se vio, con los budistas, mahometanos y otras religiones islámicas y acabó con el comunismo en la Europa oriental. Quien ahora lo sucede, Benedicto XVI, tendrá que enfrentar retos similares: el ecumenismo, el relativismo que debilita la ortodoxia católica, el matrimonio entre homosexuales y la apertura ante las Iglesias Orientales, así como el relajamiento social y sexual de la sociedad que conduce a desórdenes morales sin cuenta.
Otros desafíos son la pérdida de la fe, el celibato sacerdotal, el gobierno autoritario de la Iglesia, los escándalos por abusos sexuales y las definiciones eclesiásticas en pro de la justicia social.
Nadie apuesta a la toma de una posición dinámica, moderna y renovadora en el pontificado de Ratzinger, el cual será ciertamente breve. Véanse sus 78 años. Y sin embargo fue aclamado por la alta y baja jerarquía católica en unión de los fieles de todo el mundo. ¿Consecuencias de una profunda fe dogmática? El mundo entero está a la espera de las definiciones y certezas de su ejercicio papal.