Invitación a la lectura
Cierto día al Toro de Dédalo se le rompió una palanca y su cabeza ya no podía moverse. Llamaron a artesanos para que la arreglaran. Los danzarines se agolparon en el primer momento para observar; luego, cansados del largo y meticuloso trabajo, se fueron.
Yo me quedé mirando, ya que siempre me inspiraba curiosidad el ver cómo se hacían las cosas. A esta altura, ya había aprendido un poco el cretense escuchando las palabras de los rituales y oyendo hablar a los criados y pude comprender la mayor parte de las cosas que decían los hombres al trabajar. Hablaban de una torre que estaban construyendo en la costa sur, para que les sirviera de atalaya a los vigías contra los egipcios, en caso de guerra. Otro respondió que él, por lo pronto, no tenía ninguna inquina al faraón; se decía que este señor sólo adoraba al dios Sol y desdeñaba a todas las demás divinidades, pero que era bueno con loas a los artesanos.
Antes sólo se hacían copias: consideraban impío al hombre que miraba las cosas personalmente: ahora, puede obtener goce de su propia destreza. Dicen que en Egipto hay hasta leyes para los artesanos y que pueden trabajar para quien quiera. Por mí, los egipcios pueden venir. Me acerqué más y dije:
En el Ática tenemos leyes para las bellas artes. Y también para los agricultores. Se reúnen en consejo de su gremio y el rey les hace justicia.
Yo estaba lejos de mi país y lo veía, no tal como era sino como soñara con hacerlo. El sueño había crecido en mi alma sin advertirlo yo. Ellos me escucharon, al principio, porque yo era Teseo el de las Grullas; todos los cretenses iban a ver la Danza del Toro; pero, de pronto, el capataz dijo:
Si el rey de tu país desembarca aquí algún día, Teseo, nos encontrará a muchos de nosotros dispuestos a combatir por él, a cambio de leyes como ésas.
Otros dijeron lo mismo. Me alejé aturdido, y apenas lograba zafarme de mis cavilaciones cuando la gente me hablaba. Pero pronto mi animación desapareció. Las tierras helénicas estaban lejos, allende el mar y no tenían mensajero.
Pero no podía olvidar. Cada noche le oraba al Padre Poseidón, estirando las manos sobre la tierra. Insistía al no recibir respuesta. Hacía estrépito junto al oído del dios hasta que éste debía sentirse cansado. Y por fin me oyó.
Yo estaba sentado en una fiesta cuando apareció un saltimbanqui a fin de bailar para los invitados: era un joven esbelto, demasiado rubio, para ser otra cosa que heleno. También yo debí de llamarle la atención, porque vi que no me quitaba los ojos de encima. Era un hábil danzarín, como una serpiente, parecía tener articulaciones en todas partes. Y mientras tanto yo pensaba que debía de haberlo visto en alguna parte, ya. Cuando descansaba, sus ojos volvieron a encontrarse con los míos; le hice seña de que se acercara, y le pregunté de qué ciudad provenía. Su rostro se iluminó al oírme hablar en griego.
Mi oficio me hace viajar –dijo-. Pero soy ateniense.
Ven a hablar conmigo después –le dije.
Me excusé temprano, sin llamar la atención de nadie con eso, ya que los danzarines del toro necesitaban dormir. En el patio, el joven ateniense se nos acercó con pasos silenciosos: y antes de que yo pudiera preguntarle algo, me murmuró al oído:
Se asegura que eres el jefe de los danzarines del toro. ¿Es cierto eso?
Así dicen, contesté.
Entonces, por amor de Zeus, dime dónde entierran a sus víctimas y cómo pueden llegar allí. He venido hasta aquí para hacer las ofrendas por mi hermana, a quien se llevaron de Atenas en la época del último tributo. Tuve que ganarme el pasaje trabajando; de lo contrario, habría preferido morirme a bailar para esos cretenses.
MARY RENAULT. EL REY DEBE MORIR. EDICIONES G. P. 1972. DIFUNDIDOS POR PLAZA & JANES, S. A. BARCELONA, ESPAÑA.
