Invitación a la lectura
La guerra y la poesía están inseparablemente unidas en Carlos de Orleáns y en el marqués de Santillana, acaso los dos más representativos ejemplos de esta concepción señorial de la vida en las postrimerías de la Edad Media. Una lírica profunda, en la que el tema del amor proporcionaba el camino para la expresión de la más pura intimidad, constituía en ellos una de las formas de manifestación de lo vital, en tanto que la guerra y la política constituían la otra. Y no habría contradicción, pues una y otra respondían a cierta convención sobre la existencia del caballero en la que debían brillar la arrogancia del cuerpo y la finura del espíritu.
Estos ideales señoriales, pese al enérgico contraste que les ofrecían las formas de la pujante vida burguesa, encontraban cálida repercusión popular. De esta misma época son los innumerables romances y baladas que se difunden por España, Francia e Inglaterra, retomando los viejos temas caballerescos y transformándolos según el nuevo espíritu cortesano. Acaso, sin embargo, la simpatía con que el pueblo escuchaba las hazañas del Cid y de Bernardo del Carpio, de Douglas y de Percy, de Lancelot y de Rolando, no probaría la vigencia social de esos ideales, sino más bien la lejanía que se adivinaba en ellos. Pero es innegable que entusiasmaba la grandeza y la distinción de las minorías aristocráticas, a quienes, por lo demás, la más poderosa burguesía quiso imitar.
Pues, en efecto, los ricos burgueses de las ciudades italianas, flamencas y alemanas amaron el lujo y quisieron, a su modo, vivir una existencia noble y digna. Sus usos, sus vestidos, sus fiestas, sus moradas imitaron en alguna medida las de los señores, y en veces ?ahí está el curioso ejemplo de Jacques Coeur y de su palacio de Bourges? casi lo superaron. Pero esto no era, naturalmente, sino excepcional, y por otra parte no correspondía a una de las fases de la vida de los grupos burgueses. En general, lo que predominaba en ellos era la aversión al ocio, rasgo característico de las clases señoriales, y el enaltecimiento del trabajo como fuente de la riqueza. La sólida fortuna, permanentemente vigilada y acrecida, sí era testimonio de cordura, en tanto que no pasaba de la categoría de extravagancia peligrosa el intento de asemejarse a los señores.
El trabajo constituía para los grupos burgueses la forma normal de la existencia, y el lugar natural de cada uno era la corporación o gremio a que estaba adscrito. Porque la burguesía nació en las ciudades, y mantuvo siempre el sentido de la convivencia estrecha y sometida al mutuo control. Nada tan severo como la vigilancia que sobre la vida pública y privada de sus miembros ejercía la corporación, o como la que los cuerpos comunales ejercitaban sobre toda la comunidad. A la concepción de la aventura, la burguesía opuso la concepción del orden; a la desmesura caballeresca, la cordura y la prudencia; al azar, la previsión.
La ciudad fue, por eso, el hogar propio de la burguesía, su escenario específico. Allí debían brillar sus calidades, y los edificios de las corporaciones, las casas comunales y las catedrales debían ser no sólo el orgullo de la ciudad sino también la expresión de sus riqueza, su capacidad constructiva, su capacidad de previsión, su tenacidad y su firme enraizamiento en las cosas del mundo.
Acaso el teatro sea, en cierto sentido, la más típica expresión literaria del sentimiento burgués en la baja Edad Media, con sus farsas, en las que brillan el desparpajo y la truhanería como contrafigura del trabajo metódico y honrado. Pero no es expresión menos fiel del triunfo de los ideales burgueses el ascenso del artesanado que alcanza los umbrales del arte. Si el imaginero que cubría de estatuas el pórtico de las catedrales no lograba, generalmente perpetuar su nombre, no ocurrirá lo mismo cuando el artesano pintor o escultor de la baja Edad Media llegue a brillar en su arte. El trabajo merecía ahora mayor estimación y la creación lograda por el perfeccionamiento del trabajo manual alcanzaba el mismo mérito, la misma consideración social que la obra del trovador cortesano o el sabio humanista. Artesano y artista son dos términos que empiezan a tener un límite confuso, que no se determinan según la condición social sino de acuerdo con la maestría alcanzada.
Esta estimación por el artista plástico corresponde, naturalmente, a la creciente estimación que se tenía por el poeta, pues proviene de un marcado ascenso de los valores estéticos... Visible incuestionablemente en la Italia del cuatrocientos, no es menos visible en Francia, en Flandes, en Aragón o en Castilla. Piero de la Francesa, Domenico Ghirlandajo, Masaccio, los Van Eyck, Van Der Weiden, Memling, Lluis Dalmau, Jaume Huguet, Gil de Siloe, Jean Fouquet, Claus Sluter, son nombres que revelan no sólo la excelsitud de la creación plástica de las postrimerías de la Baja Edad Media y los albores del Renacimiento, sino también la significación que los valores estéticos, equiparable a la que desde antes tenía la poesía.
Este entusiasmo por la belleza correspondía al triunfante sentimiento de la naturaleza, y suponía la certidumbre de que el hombre podía realizar su destino terreno expresándolo en una creación original, vertiéndola a través del microcosmos de una conciencia. Era una forma de trascender, que no estaba referida a la concepción religiosa del trasmundo sino a la concepción rigurosamente mundana de la gloria. Alcanzarla comenzaba a ser el ideal supremo del artista, seguro de que la suya podía ser más grande e imperecedera que la del político o el sabio.
Más acá de las esperanzas de ultratumba, una vida rica en perspectivas se ofrecía al hombre de la baja Edad Media que no siempre despreció aquéllas del todo, pero que no podía despreciar un panorama inmediato que apelaba a su inmediata vocación interior.
EDAD MEDIA. JOSÉ LUIS ROMO. 5ª. EDICIÓN. BREVIARIOS DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA. SEPTIEMBRE 1963. MÉXICO, D. F.