Invitación a la lectura
En el Año de Nuestro Señor, 1519, los españoles se encontraban a las puertas de Tenochtitlan. En ese momento, Moctezuma (1466 a 1520) último gobernante de los aztecas, se hallaba ante los ancianos de su imperio, y les hablaba como sigue:
He sabido por ustedes, tanto como por mí, que nuestros antepasados no vivieron en este país, en el cual residimos ahora, sino que llegaron, conducidos por un gran príncipe, desde muy lejos.
Ese príncipe, que entonces se fue con unos cuantos de sus seguidores, regresó mucho después. Observó que nuestros antepasados, sus súbditos, habían construido ciudades, elegido como esposas a hijas del país y concebido hijos con ellas; vio que se habían creado un nuevo hogar, completo, con casas y sembrados, y que no estaban dispuestos a regresar a su hogar natal con él, el príncipe.
Como ya no deseaban que él fuese su Señor, se fue una vez más. Anunció que los dejaba, pero que volvería en el futuro lejano, con fuerza y poderío ?él mismo u otro que llevase su nombre-, y que entonces tomaría lo que le correspondía.
También saben que hemos esperado su regreso durante todos estos años. Por lo que sabemos sobre este comandante, y sobre el emperador que lo envió a través del vasto océano, desde el territorio donde nace el sol y a donde regresó el príncipe de nuestros antepasados; por todo eso, he llegado a creer con certidumbre que es el gran Señor que esperábamos con tanta ansiedad.
Al usar el título de ?príncipe? el jefe azteca se refería a una de esas figuras envueltas en el misterio a quienes conocemos, por los mitos de los pueblos de América Central y del Sur, como ?Dioses Blancos?.
En el antiguo Perú era el dios Viracocha , quien dio vida a los hombres con su aliento, que les enseñó sus muchos lenguajes y prácticas, sus canciones y ceremonias y que por lo común viajaba disfrazado de anciano. Del mismo modo, entre los pueblos centroamericanos, Quetzalcóatl, inventor de la escritura y del calendario era considerado el dios de los tiempos antiguos, quien creó al hombre así como el primer bocado de maíz. Con otra apariencia el Dios del Maíz, Cinteotl, era una versión de Quetzalcóatl, así como también fue incorporado al Dios Sol Huitzilopochtli. Primitivamente, todos estos nombres parecen referirse a diversas divinidades, pero investigaciones posteriores mostraron que la gente veía las diferentes entidades como expresiones, unas de las otras; sus identidades son intercambiables. De tal modo, un himno dedicado a Huitzilopochtli usaba como cosa normal, los nombres de Cinteotl y Quetzalcóatl en su lugar:
Mi corazón lleva capullos y frutos en medio de la noche.
Yo, Cinteotl, nací en el Paraíso.
Del país de las flores he venido,
soy la nueva, la gloriosa,
la flor inigualada.
Cinteotl nació del agua;
como mortal, nació como un joven,
en la casa de los peces color azul del cielo.
Dios nuevo, victorioso,
resplandecía como el sol.
Su madre vivía en la casa de la Aurora.
Era tan colorido como un ave quetzal,
una flor nueva y encantadora.
En la tierra, aparecí como cualquier otro
mortal...
Quetzalcóatl,
el grande y glorioso,
escucha,
mientras el ave quechol canta en honor del Divino,
y se la pueda oír junto al río.
Buena parte de este himno nos recuerda a la Isla de los Desencarnados, el Jardín del Edén, las Casas de los Dioses. ¿No se encontraban las Hespérides en medio de las aguas, en su isla-jardín, y el palacio de Poseidón no existía en una profundidad azul?
Quetzalcóatl dejó un día a su pueblo. Fue hacia el este para volver en un futuro distante. Tal como Viracocha, quien en la provincia de Manta, en la costa de Ecuador, se internó en el océano y dejó que su pueblo siguiese al sol. Y hasta los indios del norte hablan de un Dios Creador que permaneció con ellos durante un tiempo, hasta que un día los dejó. Entre los algonquines, ese héroe divino se llamaba Gluskap. Completada su obra, Gluskap tomó una canoa de corteza y partió hacia la salida del sol. Pero los algonquines creían con firmeza que algún día volvería a ellos.
No cabe duda que resulta discutible que un pueblo ?como los antiguos peruanos? se creyese capaz, siglos o milenios después, de señalar el lugar en que uno de sus dioses desapareció en el océano. Pero inclusive un pequeño ejemplo vinculado con este tema, tiende a provocar reflexiones: entre los mayas de Chichén Itzá o de zonas cercanas, existía la tradición de una ?sede oculta? de los dioses. La llamaban el Balankanche.
GERD VON LÁSER. LOS SOBREVIVIENTES DEL DILUVIO. LO INEXPLICABLE. JAVIER VERGARA EDITOR... BUENOS AIRES REPÚBLICA ARGENTINA. JUNIO DE 1980.