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Selección de Emilio Herrera M.

Invitación a la lectura

El anticuario romano Augusto Jandolo cuenta en sus memorias cómo siendo niño acompañó a su padre a la apertura de un sarcófago etrusco.

?No era cosa fácil ?dice? levantar la tapa; pero, finalmente, se levantó y se mantuvo en alto. Entonces cayó pesadamente al otro lado. Y entonces sucedió algo que no olvidaré jamás. En el interior del sarcófago vi, reposando, el cuerpo de un joven guerrero completamente armado. Yelmo, lanza, escudo, armadura. Repito que no vi el esqueleto, sino un auténtico cuerpo, de formas perfectas con todos sus miembros y rígidamente extendido, como si acabaran de sepultarlo en aquél momento. Fue un fenómeno que duró un instante. Luego parecía que todo se disolvía a la luz de las antorchas. El yelmo rodó por el lado derecho, el escudo que era completamente redondo, cayó en el centro, donde antes estaba el pecho del caballero... Al contacto con el aire, el cuerpo que desde hacía siglos se mantenía intacto en el vacío, se desvaneció y quedó reducido a polvo... y en el aire y alrededor de las antorchas vimos revolotear las partículas de un polvillo dorado.?

Allí había estado una persona de aquel país enigmático, cuyo origen y procedencia desconocemos hoy. Una sola mirada pudieron dar los descubridores a su cara, a su cuerpo, y al instante se evaporó irremediablemente. ¿Por qué? La imprudencia de los descubridores tuvo la culpa.

Cuando mucho antes del descubrimiento de Pompeya se extrajeron de tierras clásicas las primeras estatuas, la gente sabía lo bastante para no ver en las figuras desnudas simples ídolos paganos, sino que sospechaba al menos el valor de su belleza, y las colocaba en los palacios de los príncipes renacentistas, de los poderosos dominadores de las ciudades, de los cardenales, de los nuevos ricos y de los ?condottieri?. Pero se las contemplaba solamente como curiosidades y estaba de moda coleccionarlas. Podía muy suceder que tal museo particular poseyera una bellísima estatua antigua junto a un embrión disecado de un monstruo niño con dos cabezas; un antiguo relieve junto a las plumas de un ave que se decía hacía sido tocada en vida por San Francisco, el amigo de los pájaros.

Hasta el siglo pasado, la codicia y la incomprensión podían enriquecerse con los hallazgos, y se podía destruir lo hallado cuando tal cosa prometía beneficios.

En el Foro, lugar de reunión de los romanos, situado en torno al Capitolio, donde se agrupaban los edificios más espléndidos, en el siglo VI ardían hornos de cal, y las piedras de los templos antiguos se convirtieron en material de construcción. Se empleaban las losas de mármol para adornar las fuentes; se hacía saltar con pólvora el ?Serapeum? para ampliar unas hermosas caballerías; las piedras de las termas de Caracalla se convertían en valiosos objetos de venta, y aún en 1680, bajo Pío IX, se continuaba esta obra destructora con la finalidad de adornar un edificio eclesiástico con elementos paganos.

Los arqueólogos de los siglos XIX y XX se hallaron ya ante ruinas, donde monumentos enteros hubieran podido servir de valioso testimonio.

C.W. CERAM.DIOSES, TUMBAS Y SABIOS. LA NOVELA DE LA ARQUEOLOGÍA. EDICIONES DESTINO. BARCELONA. ESPAÑA. QUINTA EDICIÓN, 1958.

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