Segunda y última parte
Nuestras prioridades están totalmente invertidas: el problema está aquí, dentro del país. Mientras la economía mexicana más o menos crecía, la emigración resolvió parcialmente el problema, al menos por un buen rato. Pero en la medida en que nuestra actividad económica sufre la competencia inmisericorde de productores de bienes y servicios de lugares cada vez más recónditos, la capacidad de crecimiento de nuestra economía disminuye.
Las economías del sudeste asiático, China e India, por citar los casos más obvios, no crecen porque paguen bajos salarios, sino porque sus Gobiernos se dedican a crear condiciones para atraer la inversión y ofrecer oportunidades de crecimiento en forma consciente y sistemática. Por más que nosotros estemos concentrados (perdidos de hecho) en el proceso de sucesión presidencial, lo relevante es nuestra capacidad de generar condiciones para el crecimiento futuro y quien sea que llegue a la Presidencia tendrá que lidiar con ese factor medular, no con las grillas baratas de todos los días en el Congreso, en las conferencias mañaneras o en las intrigas de Los Pinos.
El país fue construido para una realidad incompatible con el mundo de hoy. Esta situación es visible en todas las esquinas del país. Los sindicatos, por ejemplo, fueron diseñados no para proteger a los trabajadores como claman sus corruptos líderes, sino para controlar a sus agremiados. Las empresas paraestatales no fueron concebidas para competir en la economía, sino para controlar recursos naturales, generar empleo y satisfacer las necesidades financieras de políticos y candidatos (Pemexgate dixit).
El sindicato de maestros fue organizado para manipular elecciones, sojuzgar al profesorado y enriquecer a caciques capaces de articular reveladoras y mordaces frases (como ésa de que “la moral es un árbol que da moras” o “vale para una pura ch...”), pero no para educar a la niñez mexicana o prepararla para enfrentar un mundo cruel y competitivo. En una palabra, el país y todas sus estructuras e instituciones, se construyeron para un mundo que ya murió.
Independientemente de la visión y objetivos que conformaron nuestra realidad posrevolucionaria, nuestras estructuras e instituciones se crearon para un mundo que dejó de existir. Todo eso era posible en el contexto de una economía cerrada, de un mundo caracterizado por virtuales estancos económicos. Pero el mundo de hoy, como ilustran mejor que nadie nuestros propios compatriotas en Estados Unidos, exige capacidades distintas.
Nuestra desidia ha sido tan grande, que aun si aceptamos la inevitabilidad de la emigración, ni siquiera hemos tenido la capacidad de formar mejor a esos mismos migrantes (como brillantemente ha hecho el Gobierno filipino) a fin que puedan ser más productivos en la economía americana y eso se traduzca en mayores remesas. Ni eso hemos podido hacer bien.
A pesar de esta triste y grave realidad, todo en la vida pública mexicana está concentrado en la sucesión presidencial. Unos atentos al ‘hueso’ que podría tocarles en el próximo Gobierno, otros en hacer posible su triunfo electoral (ambos lógicos), nadie parece reconocer el hecho de que si el país fuese una empresa estaría a punto de quebrar: sus clientes migran en masa, sus activos pierden valor y no se han hecho inversiones para resolver una cosa o la otra. Aunque el símil de una empresa parezca grotesco a muchos, el ejemplo sirve para ilustrar el enorme dilema que enfrenta el país: el pasado no sólo no garantiza el futuro, sino que se ha convertido en un fardo.
Lo esencial no radica en abandonar nuestra esencia, sino en transformar nuestro presente. Los sindicatos, las empresas paraestatales y el tipo de regulaciones que fueron emblemáticos en el país a lo largo de muchas décadas durante el siglo pasado, son incompatibles con nuestras necesidades actuales y con el enorme potencial desaprovechado que tiene el país. De nada sirve pretender ignorar la realidad o simular que ésta no existe. El hecho tangible es que la educación en el país no es adecuada para los desafíos que enfrenta la población todos los días, las empresas paraestatales no contribuyen a agregar valor a la economía o a elevar su productividad y una buena parte del marco regulatorio no hace sino impedir la creación de nuevas empresas, empleos u oportunidades de desarrollo.
Los políticos de hoy, al igual que los líderes sindicales y funcionarios respectivos, no son culpables de esta situación, pero sí son responsables de su perpetuación. Todos los mexicanos, con la salvedad de un puñado de políticos empeñados en negar la realidad, sabemos que empresas como Pemex, CFE y Luz y Fuerza del Centro, son propiedad de sus sindicatos y no del Gobierno ni mucho menos de la ciudadanía.
Independientemente sobre cuál sea la estructura de propiedad de dichas instituciones en el futuro (sobre lo que debiera haber un debate honesto y legítimo), de nada sirve pretender que esas entidades no constituyen un problema que debe ser enfrentado. El país tiene que definir cómo va a lidiar con su futuro. Una forma sería enfrentar cada dilema, entidad, institución y regulación en lo individual, como en buena forma se ha hecho a lo largo de la última década. Ese método asegura, sin embargo, que cada discusión se convierta en una afrenta a la soberanía del país, lo que garantiza que nada cambie.
Basta observar las absurdas e interminables batallas que han tenido lugar en temas como el fiscal, el energético y otros más. El fracaso de esa manera de proceder se ha traducido en más emigración, menos crecimiento y más conflicto político. La alternativa consistiría en plantear el dilema del país como un todo, debatir las implicaciones de nuestro estancamiento y subordinar cada uno de esos temas a una discusión más general. Puesto en contexto, capaz que es posible construir un futuro distinto al pasado. Los ciudadanos podríamos forzar a los candidatos para que nos expliquen cómo van a construir ese futuro en lugar de seguir perdiendo el tiempo con sus desafueros y otros juegos de escondidillas.
www.cidac.org