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Pascual: 20 años/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

El viernes pasado se cumplieron veinte años de que comenzó su producción de refrescos la sociedad cooperativa Pascual, que festeja el transcurso de dos laboriosas décadas con gran éxito comercial, difícil de obtener en un terreno muy competido y sujeto a prácticas comerciales tan semejantes a la contienda bélica que con justeza se habla de “la guerra de las colas”. El desarrollo de esa empresa que es propiedad de sus trabajadores resulta muy confortante, sobre todo cuando se tienen presentes las circunstancias de su nacimiento.

El cinco de febrero de 1985 apareció en esta columna el siguiente recuento de las vicisitudes que antecedieron a la reapertura de las plantas embotelladoras de refrescos muy ligados a la cultura popular mexicana. La reproduzco porque ilustra el contraste entre un comienzo sumamente dificultoso y un presente gratificante:

“Se les puede oir, sobre todo, en el Metro. Aparecen dueños de una enorme dignidad, incompatible con la visión generalizada que tenemos de los pedigüeños. Porque eso son, solicitantes de ayuda económica. Pero lo hacen de tal modo, se advierte tal convicción en sus palabras, que por ello y por gran solidaridad que es capaz de desplegar la gente sencilla, la que se apiña en los vagones atestados, el boteo suele ser eficaz.

Se trata de los trabajadores de la embotelladora Pascual, que siguen protagonizando uno de los más edificantes casos de nuestra historia laboral. Algunos de los antecedentes son muy conocidos. En los últimos tiempos los trabajadores fueron varias veces a la huelga a causa de los abusos del propietario de la empresa, el señor Rafael Jiménez. Este es un personaje: ha aparecido como un empresario nacionalista y hombre de empuje, capaz de enfrentar la competencia de las refresqueras trasnacionales. Pero tras esa mampara se escondía un patrón fiero y expoliador. No sólo eso: en junio de 1982 encabezó una agresión contra sus asalariados, que estaban en huelga, y como resultado de esa tentativa de romperla, corrió sangre y hubo muerte en la planta de la calle Lorenzo Boturini. Con base en pruebas documentales que lo mostraban sin lugar a dudas acaudillando el ataque, Jiménez fue encausado por homicidio, pero por una de esas situaciones raras -por lo irregulares, no por infrecuentes- no se procedió penalmente contra él. Lejos de ello, siguió operando algunos de sus negocios, y con ello incurre en nuevas violaciones a la Ley. Ha perdido, por ejemplo, el derecho a usar el nombre comercial de Pascual Boing, y la patente para su fabricación. Pero sigue haciéndolo en el interior del país, y en el extranjero.

En diciembre de 1983, de manera sorpresiva, las autoridades laborales fallaron en beneficio de los trabajadores un litigio antiguo y agotador contra Jiménez. Como hicimos notar en su oportunidad, no fue un ánimo justiciero lo que condujo a esa decisión, sino coyunturas políticas ajenas al conflicto. Como quiera que sea, los trabajadores pasaron a ser propietarios de las instalaciones.

De entonces a esta parte ha transcurrido ya más de un año sin que el trabajo pudiera ser reanudado. Se ha constituido una cooperativa, y como es necesario un crédito gubernamental para echar a andar de nuevo las plantas, se ha requerido un estudio de factibilidad que sin duda será una obra maestra de la economía aplicada, así de minuciosa y lenta ha sido su elaboración.

De un momento a otro, sin embargo, se espera la concesión del crédito. El Banco Obrero hubiera debido otorgarlo, pero los trabajadores de Pascual son inquietos y no constituyen por ello clientela apetecible. Sí son sujetos de crédito, sin embargo, para el público capitalino que, de poco en poco, los ha auxiliado con entera dignidad”.

No fue sencillo ni lineal el progreso de la nueva empresa. Casi nunca las cooperativas que resultan de conflictos laborales en que se adjudican los bienes a los asalariados pueden remontar los escollos financieros originales, ni están exentas de controversias internas. Pascual no fue la excepción, pero ha podido salir avante a pesar de que su desarrollo quedó lastrado por el modo de organización de la vieja empresa privada. Los predios en que se alzan sus dos plantas capitalinas, por ejemplo, eran propiedad no de la embotelladora sino de la esposa del propietario, que las arrendaba en condiciones que de ventajosas entonces se trocaron su contrario para la cooperativa. Actualmente están en curso procedimientos civiles y de amparo cuyo desenlace favorable a Pascual consolidará su patrimonio inmobiliario.

Durante la contienda laboral, y en los comienzos de la cooperativa, innumerables artistas plásticos aportaron obras cuya subasta significara recursos para los trabajadores y su nueva empresa. Una solidaria contribución del sindicato de la UNAM permitió que ese acervo quedara en manos de la Fundación cultural trabajadores de Pascual y del Arte, una asociación civil que custodia ese patrimonio y lo mantiene y expone ante diversos públicos.

Al celebrar su cumpleaños número veinte, Pascual recuerda sus comienzos:

“En los botes con que los trabajadores de Pascual pedían solidaridad al pueblo de México en camiones, calles, sindicatos, escuelas y oficinas, no entraban sólo monedas, sino también sonrisas, corazones, esfuerzos compartidos por crear una sociedad más justa. Esos botes siguen muy presentes en nuestras vidas.

“Al pueblo de México nos debemos y a él van encaminados todos nuestros esfuerzos. Por eso triunfamos, porque nunca estuvimos solos”.

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