Jamás me cansaré de mencionar la nobleza de los perros, que aún en su lecho de muerte al escuchar la voz de su amo, tratan de mover su rabo como lo hacían en su juventud.
Nosotros los veterinarios dedicados a las pequeñas especies, continuamente vivimos estas experiencias amargas por la que pasan nuestros clientes, al tener que tomar la decisión de sacrificar a su mascota después de tantos años de haber convivido con ella, y créame que nunca llegaremos a acostumbrarnos a realizar una eutanasia como un caso de rutina.
Me viene a la mente un gran número de experiencias donde afortunadamente así como ayudamos a nuestros pacientes a ver la luz por primera vez mediante cesáreas o cuando duramos horas en la cirugía después de reconstruir esos tejidos desechos cuando sufren un percance, lamentablemente también les arrebatamos la vida en cosa de minutos mediante la eutanasia.
Cuando llegamos a la casa de nuestro paciente, el dueño llama a su mascota cuando aún puede caminar, y cuando no lo puede hacer nos dirigimos a ella que se encuentra tendida en el piso, lo primero que hace es levantar ligeramente su cabeza y trata de ponerse alerta sin lograrlo y cuando la enfermedad impide realizar tal esfuerzo, mueve ligeramente su rabo y continúa con esa expresión de dolor que es muy perceptible para nosotros los veterinarios, entonces empieza la última despedida, le dirige tiernas palabras agradeciendo el dueño todos los años de su vida dedicados incondicionalmente a su familia, le tratan de explicar que lo que van hacer es para que deje de sufrir, que es el único camino a seguir tomando esa fatal decisión.
El perro parece comprender las palabras de su amo tratando de menear por última vez su cola, con esa posición clásica sin levantar la cabeza del suelo, solamente alzando su mirada triste... le contesta con sus ojos:
Quien debería estar eternamente agradecido soy yo amo, me aceptaste en tu casa siendo un miembro más de tu familia, aún sabiendo que no soy un perro de raza pura, jamás me faltó la comida ni el agua para beber, aún recuerdo los ratos amargos que causé cuando me arrolló aquel auto que pasó veloz frente a la casa, estuvieron conmigo día y noche cuidando mis heridas, las visitas al señor de la bata blanca cuando comía cosas que me causaban vómito y dolor... Bueno así lo interpretaba yo, aunque realmente siempre viví en la azotea y la comida no me faltaba aunque fuera una o dos veces por semana, y sobre mis heridas del accidente, aun recuerdo que una sola vez me visitaron en la noche porque mis aullidos de dolor no les dejaba dormir y aquella ocasión cuando me visitó el señor de la bata blanca, cuando comí el veneno para ratones que convulsioné y perdí el sentido, le hablaron para que me durmiera, pero él me alivió del dolor y me volvió a la vida con sus inyecciones, por eso y muchas cosas más estoy infinitamente agradecido con ustedes, tuve una vida feliz y cómo pagarles el que me hayan adoptado, solamente les pido perdón por mi muerte, pero les juro que ¡no es por culpa mía!