A fin de cuentas tú naces con un destino a cuestas y no te queda otra más que cumplirlo. No hay nadie que pudiera morirse de hambre sin luchar un poco siquiera por escapar de ella. Y seguramente todos los que de ella mueren, que no son pocos en este mundo, lo habrán hecho una vez al menos, o más, hasta convencerse de que no tienen escape y se resignan. Por algo a esta deidad alegórica se le representaba “con el globo terráqueo a los pies y en las manos una urna”, en la cual estaba la suerte de los hombres. Se creía que sus sentencias eran irrevocables y tan grande su poder, que los demás dioses le estaban subordinados. La primera personificación mitológica del Destino encárnase en Júpiter. Homero le llama Moira; Hesiodo, Moros y lo hace descender del Caos y de la Noche.
Después, los latinos lo miraron en las Parcas. Y latinos y griegos le denominaron vulgarmente el Hado, Anank, La Fortuna, la Necesidad. Los caracteres de su acción eran “la ciega necesidad” y “¡La fuerza ineludible!”.
Lucano, en “La Farsalia”, alude a destinos mayores, a que ni los dioses hacían frente y menores sujetos a ellos y a los conjuros de las oraciones que ellos acogían. A la omnipotencia del Destino juntábase la inmutabilidad; el Destino no sufre suspensión ni se corrige; es ciego en sus decretos y en la ejecución de los mismos.
En la Mitología aparece como la síntesis de la omnipotencia ciega, inevitable y trascendente.
Sería una lástima que las cosas fueran así, pues desaparecerían los muy personales méritos de muchos de los grandes hombres que en el mundo han sido. ¿Qué le quedaría de gloria a Colón por su conquista del Atlántico? A lo mejor nada, si el Destino se hubiera encaprichado en dársela a Leif Ericsson.
Hace cosa de trescientos años y pico, vivía una exquisitamente bonita marquesa francesa que nació con la inclinación a envenenar a cuantos se le ponían en frente, de tal manera que no se le escaparon ni su padre ni sus hermanos, menos sus sirvientes ni los enfermos del hospital a los que visitaba para experimentar con ellos. Se llamó Marie Madelaine d’Aubray, que pudo ser descubierta el envenenar a uno de sus amantes. Fue juzgada y declarada culpable, sufrió el tormento del agua y decapitada. Pero, por qué, si ése era su Destino, del cuál no se puede escapar nadie, según se dice, por ejemplo de Pizarro y Cortés, cuya audacia y el desprecio a su propia existencia partían de su creencia en la invulnerabilidad del propio Destino, forjado en adversidades y aclimatado en las más inconcebibles realizaciones.
Total que, como los propios toreros dicen, afirmando su creencia en el Destino, se nace y se trae la onza de oro en la mano, o no se trae.
Esperamos, pues, que el Destino del año que ayer acaba de nacer, venga cargado de todo lo bueno, si no para el mundo entero, sí para nosotros que emplearemos el año en seguir preparándonos para celebrar brillantemente el primer centenario de nuestra ciudad.
Y que a ustedes, mis lectores, el Destino les llene de salud.