Se cuenta de Napoleón -con lo que se cuenta de él se vienen llenando libros desde hace dos siglos y se seguirán llenando cuando este mundo acabe, si eso sucede algún día-; se cuenta, digo, que cierta vez, en una batalla, cayó una granada enemiga no lejos de donde estaba el entonces general. Y que Napoleón, en vez de huir, lanzó su caballo sobre la granada como para demostrar que nada le daba miedo. Y la granada no estalló. Aquella vez, como otras muchas, Napoleón tuvo suerte. Y siempre la supo aprovechar.
En 1814, quizá en el año en que dijera que con diez hombres como nuestro José María Morelos dominaría al mundo, fue obligado a retirarse a la isla de Elba, a la que llegó como soberano, después de haber abdicado como emperador de Francia en Fontainebleau. Pero no tardó en cansarse de la vida en la pequeña isla y organizó su vuelta a Francia. Hizo el viaje de retorno en un bergantín, dos fragatas y cuatro falúas. Iban con él un puñado de partidarios, decididos, mil cuarenta hombres en total. A los veinte días de haber desembarcado, Napoleón hacía su entrada triunfal en París.
Napoleón fue uno de esos pocos hombres que creyeron siempre que su vida venía a cumplir un destino y siempre estuvo dispuesto a cumplirlo. “Juego, dijo alguna vez, con un mundo en el que hasta un dios se convertiría en un títere. A mi alrededor dioses, semidioses, hombres, infrahombres e intrigantes se agitan, hormiguean, intentan penetrar en mis proyectos, para estar en primer plano de mis elecciones cuando llegue la hora”. Háganse de cuenta lo que han hecho en las últimas semanas nuestros políticos estatales con sus conciudadanos, a los que, de todas maneras, les faltaba el hombre.
Independientemente de la historia y la leyenda de Napoleón están sus anécdotas, que llenan libros. En su diario secreto puede leerse: “20 de octubre de 1799.- Josefina está en París desde anteayer. Sabe que lo sé. Ella no comprende mi indiferencia ante sus debilidades, ni mi apego a su ser, al calor de su cuerpo, a ese sabor y ese perfume de fruta madura que su carne tiene para mí. Ella no me da más que una parte de los placeres de mi vida, pero ¡qué placeres! Mi cuerpo se sacia de ella”.
“París, 8 de enero de 1813. -Mi estrella, mi estrella personal, palidece. Siento que mis sueños se me escapan uno tras otro. Nada puedo hacer. He intentado todo para lograr el éxito. Incluso he dominado la felicidad, como Alejandro, como César, como Aníbal. Carnot me dijo una vez: “A pesar de cuanto se haga, tarde o temprano se choca con la inevitable realidad de las cosas”.
José Antonio Vaca de Osma ha publicado “Grandes Generales de la Historia” en el que incluye -no podía dejar de hacerlo- a Napoleón. “Estamos, lo termina, en una de las cumbres de la Historia, en el gran abismo que se hunde el más famoso, el más grande, el más victorioso y el más fracasado de los generales estadistas de todos los tiempos”.
Nuestros políticos, sobre todo los que andan en campaña, deberían leer la vida de otros que lo fueron. Siempre podrán aprender algo de ellos. Algo que no les pueden enseñar ni sus perseguidores ni quienes les rodean.