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Plaza pública/60 años después

Miguel Ángel Granados Chapa

Recordamos que hace sesenta años concluyó en Europa la segunda guerra mundial, la primera que en realidad tuvo ese alcance, pues involucró a contendientes de todos los confines.

Por esa propia dimensión -el número de países enfrentados y los efectivos en combate o en el esfuerzo de guerra en general-, y por la capacidad destructora de la maquinaria bélica desplegada entonces, por su poder de muerte, por la inexpresable letalidad desencadenada, esa guerra es incomparable con cualquiera otra.

Pero lo es también por un hecho singularísimo, porque en esa cifra, la de las víctimas, la de los soldados caídos en combate y los civiles de la retaguardia, se incluye a millones de judíos asesinados por odio, por el hecho de ser judíos, condición étnica y social convertida en baldón, en sello infamante, en marca que mostraba un destino inexorable.

El régimen nazi inició dos guerras. Una explicada por su necesidad de un espacio vital, una guerra de conquista y expansión lanzada contra estados y naciones que, no sin sufrimientos, a la postre resultaron más poderosos que el provocador y lo vencieron como antes habían sido contenidas y derrotadas otras pretensiones imperiales germanas. La otra guerra del nazismo se enderezó contra víctimas inermes en el propio territorio alemán y en los países sometidos y tuvo su culminación, pero no su único acto, en el Holocausto, el más abominable, el todavía no suficientemente comprendido intento de exterminar al pueblo más antiguo de la tierra entre los que todavía alientan sobre su faz.

Sesenta años es un término breve para la cabal aprehensión de un fenómeno poliédrico, de tan intensa densidad como el nazismo criminal, en sí mismo una anomalía, una perversión de la historia. Las reacciones culposas de quienes protagonizaron ese execrable régimen y quienes lo solaparon, y el pasmo, la parálisis del alma que rehusaba admitir la barbarie del atentado contra la humanidad cuando se le pudo percibir en su conjunto, retrasaron por muchos años la toma de conciencia sobre su naturaleza y la organización del esfuerzo internacional por captar al menos los términos de su apariencia, de su evidencia. Con mayor razón ha sido virtualmente imposible asir su esencia, compenetrarnos de las sinrazones (pues no hay razones que lo expliquen) de este genocidio a cuya negra hondura nos asomamos tímidamente, temerosamente, timoratamente. Como una muestra de cuánto nos pueden, de cuánto nos asustan las palabras, recuerdo a ustedes que el diccionario de la Real Academia de la Lengua, que pule, limpia y da esplendor a nuestro idioma, define a un holocausto (no lo singulariza con H mayúscula) sencillamente como una “gran matanza”, como las muchas perpetradas por los seres humanos.

El Holocausto que concluyó hace sesenta años, y concluyó sólo porque sus autores fueron derrotados es un acontecimiento singularísimo en la historia de la violencia. Lo es no sólo por el número de vidas destrozadas en lapso tan breve, sino porque obedeció a una cosmovisión, a una concepción política y a unas prácticas de Gobierno largamente evidenciadas, propuestas y aprobadas. Ya en 1919, cuando aún no había sido desmovilizado tras la derrota del Kaiser, Hitler (citado por Hans Kung) distinguía entre antisemitismo emocional y racional: el primero “encontrará su expresión última en la forma de progromos. Pero el antisemitismo de la razón debe conducir a la programada lucha y eliminación legales de los privilegios que el judío posee, a diferencia de los otros extranjeros que viven entre nosotros...Pero su fin último debe ser el alejamiento irreversible de los judíos”.

Ya con el poder en la mano, Hitler pasó de querer ese alejamiento a querer el exterminio de los judíos, la solución final. Pero, como su nombre lo dice, esa atroz medida extrema, el asesinato organizado con ritmos y procedimientos industriales, era el eslabón último de una cadena, el paso terminal de una sucesión de hechos. Aun si fuera verdad que el exterminio en masa en los campos de trabajo y de muerte fue ignorado en Alemania y fuera de ella por la gente común, es también verdad que la larga serie de acontecimientos que anunciaron y prepararon la solución final no fue sólo conocida sino admitida y aun auspiciada por el fascismo ordinario, por una sociedad excluyente que se alzó de hombros o se frotó las manos ante las medidas que arrojaron fuera de las profesiones, la cultura, la economía y el poder a los judíos. Siglos de antisemitismo proclamado y practicado por el catolicismo, y también por el cristianismo reformado fueron el humus feraz que dio este fruto negro y podrido.

Sesenta años después de la derrota de ese régimen de asesinos, ¿la humanidad puede sentirse a salvo de la reedición del más abominable de los crímenes? Respondo afirmativamente, contesto que sí. A pesar de que no ha cesado por entero la perplejidad humana ante tamaña atrocidad, tan incomprensible que condujo a no pocos espíritus sensibles pero fuertes a preguntarse dónde había estado Dios mientras la barbarie progresaba, sabemos lo suficiente, hemos aprendido bastante de esa lección brutalmente onerosa como para permitirnos su reproducción. Es verdad que parece expandirse de nuevo el nazismo. También, que crecen y bullen los fundamentalismos agresivos. Pero al igual se fortalecen las convicciones más claramente democráticas, las que ponen en el centro de sus preocupaciones el respeto a las personas, a uno mismo y a los demás, a los otros, a los iguales y los diferentes.

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