En el habla mexicana, ardido es quien padece “rencor o resentimiento por algo que sufrió o por algún fracaso”. Por eso es dable llamar así, ardidos, a algunos de los principales dirigentes priistas: Roberto Madrazo, Manlio Fabio Beltrones, Emilio Chuayfett. El modo en que recibieron la exoneración de Andrés Manuel López Obrador muestra, a contrapelo, la intensidad de su propósito de exterminarlo políticamente. Su reacción empuja a imaginar la de bandoleros convidados a un asalto que a la postre son delatados por el arrepentido autor del plan original. Quizá para no exacerbar a los despechados, para que no ardan más sus sensibles pieles, el más visible beneficiario de la cancelación del atraco, el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, ha cuidado no incurrir en triunfalismos.
Escogió en cambio el camino de la mesura y aun la modestia. Y hasta de la autocrítica, aunque en eso se le pasó la mano. Decir que en la situación vivida durante los últimos quince meses todos los actores políticos incurrieron en responsabilidad, como si a todos les concerniera en medida análoga, equivale a admitir que la víctima de un asalto nocturno en la Alameda Central es también culpable del delito, pues a quién se le ocurre pasear a deshoras por ese parque. Ayudó a ese propósito de moderación de López Obrador a la hora de su victoria (¿no triunfa quien sale airoso de una trampa, quien elude una celada?) el tenue dibujo de su encuentro con el presidente de la República el viernes pasado.
El Presidente había accedido a regañadientes a la cita, que plásticamente pusiera fin al intento de deshacerse políticamente de su interlocutor. Fox se permitió bromear en público, en León, horas antes de la reunión, sobre su desgano de viajar a la Ciudad de México, a sabiendas de que sus oyentes estaban al tanto de su necesidad de volver a hora fija. Por eso el encuentro fue breve, menor de lo previsto. Duró veinte minutos, no los treinta que como mínimo se había anticipado. Y a juzgar por la versión ofrecida por López Obrador, fue casi un monólogo, pues la voz presidencial parece haberse limitado a saludar y despedirse, a asentir o a acusar recibo o tomar nota de invitaciones que luego se sabrá si son aceptadas o no.
Madrazo, Beltrones y Chuayfett no han podido contener ni disimular su despecho por la decisión presidencial de frenar el ilegal procedimiento contra el jefe de Gobierno capitalino, dirigido también en último término contra quienes votaron en su favor en 2000 y contra quienes, aun sin tener esa intención respecto del año próximo, juzgaban inequitativo (o canalla, según su temperamento) el que se le excluyera de la contienda. Irritó a esos dirigentes priistas que quedara desnudo, con sus vergüenzas al aire, el intento de inhabilitar a López Obrador.
Y con el cinismo a flor de piel, más evidente que nunca porque se les corrió el rimel, se dicen ofendidos de que el Estado de Derecho haya sido lastimado, cuando que en realidad se evitó que su fractura fuera definitiva.
Los tres alegres compadres insisten en que los diputados cumplieron su deber al desaforar a López Obrador. Los muy pocos legisladores que conocieron ya no digamos el expediente turnado por la Procuraduría General de la República sino siquiera el mucho menos voluminoso dictamen de la Sección Instructora y el voto particular de su presidente Horacio Duarte (pues la mayoría ni escuchó su lectura el siete de abril) supieron de las debilidades de la acusación y la aprobaron por prejuicio político, para deshacerse de un adversario.
Su compañero Roberto Campa se lo advirtió: López Obrador sería desaforado no porque fuera un delincuente peligroso, sino porque era (y hoy sigue siendo) un candidato peligroso.
El reconcomio de Madrazo se manifestó exigiendo a Fox que se abstenga de decir, como dijo en su mensaje de reculamiento, el del 27 de abril, que garantiza la gobernabilidad durante el proceso electoral. No se meta en ese tema, espetó el líder priista al presidente, como si urdir la trama para excluir al jefe de Gobierno no hubiera significado una intromisión en ese tema. Beltrones deplora, sarcástico ante Denise Maerker que la pérdida de la inmunidad se traduzca en impunidad y llega al despropósito de declarar muerto el Juicio de Amparo, pues ahora toda autoridad renuente a obedecer órdenes judiciales se sabrá a salvo de castigo.
Al contrario, no se produjo ese catastrófico resultado cuando la PGR tomó anteriormente decisiones de no ejercer acción penal en casos semejantes al de López Obrador. Y eliminará por completo ese riesgo reformar el artículo 206 de la Ley de amparo o el 215 del código penal federal, ahora desacoplados.
Si el PRI rehusara apoyar esa enmienda sí que pondría en jaque la versión mexicana del hábeas corpus.
Chuayfett inició su toma de posición al respecto con una frase que debe leerse al revés. “El Estado de Derecho -declamó- ha sido vencido por una concepción equivocada de la política”.
En realidad estaba ocurriendo lo contrario: una concepción equivocada de la política pretendía ocultarse tras el disfraz de la legalidad para abatir el Estado de Derecho. Fox se arrepintió a tiempo de consumar esa maniobra, la suspendió, volvió atrás y castigó a quienes la hicieron evidente.
Quizá el despecho priista induzca a intentos desesperados por concluir la maniobra hasta ahora frustrada.
Formalmente no hay modo que lo haga. El dictamen de desafuero dejó a López Obrador a disposición de las autoridades competentes. La PGR lo es y obró como está facultada a hacer.