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Plaza pública/De 1985 a 1988

Miguel Ángel Granados Chapa

Es ya un tópico que en 1985 -el 19 de septiembre, el día del terremoto cuya destrucción aún nos sacude dos décadas más tarde y a cuyas víctimas evocamos- no se removió la tierra sola, sino también la sociedad. A partir de esa fecha, la gente común se atendió a sí misma, rechazó las instancias gubernamentales a retirarse, mostró crudamente su desconfianza a autoridades que no había elegido y se encaminó a la organización, hasta entonces reservada a sectores medios y orientada sobre todo a obras de caridad.

La despolitización, un mal endémico de la vida mexicana, pasaba antes del sismo por uno de sus periodos de auge. Percatado de ella, y de sus riesgos, el Gobierno había emprendido la reforma electoral de 1977, aplicada en los comicios de 1979, 1982 y 1985. A estas últimas elecciones concurrieron nueve partidos, pero la multiplicación de opciones era falsa, e insuficiente su porción auténtica.

EL PRI era una maquinaria apabullante. Ganaba todo: de los trescientos distritos en que se realiza la elección legislativa, en 1982 perdió sólo uno y aunque tres años después la Oposición triunfó en 11, no obtuvo una sola victoria en el Distrito Federal, cuyas cuarenta curules fueron monopolizadas por el justamente llamado Invencible.

De modo que, sobre todo en la Ciudad de México, era notoria la escasa participación ciudadana, hasta que vino el terremoto y nos levantó. Con la velocidad del rayo, instantes después de la tragedia, en medio del polvo, el dolor y el miedo, la gente acudió en auxilio de los necesitados; inmediatamente, para rescatar a los sobrevivientes y recuperar los cuerpos de quienes murieron; enseguida, para proveer los auxilios médicos precisos y para localizar a aquéllos cuyo destino se ignoraba; y después para ofrecer cobijo a los desplazados, compartir con ellos la comida, iniciar la remoción de escombros.

Los propios damnificados organizaron sus demandas. Ante la desatención gubernamental, una semana después del primer sismo -no hay que olvidar la réplica de la noche del veinte, que echó abajo lo que había sido fracturado- una caravana de dolientes, que había perdido el techo pero ganado conciencia se dirigió a Los Pinos en reclamo de remedio a su desgracia.

El presidente De la Madrid rehusó recibir a sus representantes. Sólo se encaró con ellos el 12 de octubre, en una nueva señal de la parsimonia y el cálculo con que actuó ante ese desastre, semejantes a los que ahora hemos visto en el presidente Bush frente a la destrucción de Nueva Orleans. Con sus propias palabras confiesa la abulia de su reacción inicial y la de su Gobierno:

“Estaba yo vistiéndome cuando empezó a temblar. Unos segundos después de iniciado el terremoto me alcanzó mi esposa en el vestidor, donde permanecimos ese minuto y medio que resultaría mortal para tantos. Nosotros no nos dimos cuenta de la magnitud de la catástrofe, pues la residencia presidencial no crujió mayormente ni sufrió desperfectos”.

No estaba tan ajeno a lo que podía haber ocurrido, pero le preocupaba sólo el efecto que en su agenda podría tener el sacudimiento. En estas líneas que lo retratan como dependiente y no como jefe de su entorno revela que bajó de sus habitaciones “al área de la casa donde se encuentra el Estado Mayor a fin de preguntar si se realizaría la gira programada para Lázaro Cárdenas-Las Truchas. Un oficial del Estado mayor me informó que era necesario cancelar el viaje, pues habían recibido informes de que la pista de aterrizaje en Las Truchas estaba averiada. Añadió que tenía noticias de que también había habido daños serios en la Ciudad de México”.

El presidente llamó entonces -“antes de las ocho de la mañana”, dice-a sus secretarios de la Defensa y Gobernación y al jefe del DDF, para suplir las deficiencias de éstos que no lo pusieron de inmediato al tanto de lo que pasaba. Y si bien De la Madrid dictó órdenes para enfrentar el desastre y él mismo sobrevoló la capital en helicóptero a media mañana, reconoce que “el sismo... rebasó la capacidad institucional para hacerle frente, su magnitud nos tomó por sorpresa y tuvimos que actuar sin el apoyo de un plan de emergencia a la altura de las circunstancias”.

Cuando la gente, también tomada por sorpresa pero inmediatamente repuesta de ella tomó en sus manos las acciones necesarias, el Gobierno pretendió de diversas maneras disuadirlas. Es que “la movilización social masiva”, admite De la Madrid, “abría la posibilidad de que brotara, en forma espontánea o provocada, la protesta social. En los primeros cinco u ocho días posteriores, percibí esa posibilidad, pues la energía generada por la movilización al combinarse con los sentimientos de dolor, coraje e insatisfacción por la insuficiencia institucional para atender la situación, creaba el fermento necesario para desatar la violencia”.

La reacción gubernamental fue orientada por ese temor. A él obedecieron los acuerdos con organizaciones de damnificados, la expropiación de predios, la política habitacional que la acompañó. Y después, la reforma electoral del año siguiente. Era imposible impedir la exigencia de participación desatada por los sismos, especialmente perceptible en la región más lastimada por ellos. Por ello se creó la Asamblea de representantes, más que promesa, remedo del Gobierno propio que la capital necesitaba.

Pero se la diseñó limitada, al mismo tiempo que se reforzaban los controles electorales, que no pudieron evitar una nueva movilización, es decir que 1985 se convirtiera en 1988.

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