El debate sobre un proyecto de Ley apenas esbozado sobre eutanasia en el Distrito Federal ha provocado definiciones del secretario de Gobernación que eran esperables dada su biografía, pero que suscitan preocupación porque es el responsable de la gobernabilidad, que a su vez sólo es posible con el acatamiento a la Ley.
Derivada de su formación filosófica, el secretario Carlos Abascal sostiene la existencia de una Ley natural, previa al Estado, a cuyos términos debe ajustarse la Ley positiva. Cuando falta acuerdo entre ambas, debe prevalecer aquélla. Lo dijo de este modo el lunes pasado: “puede existir el derecho a la objeción de conciencia cuando, a juicio de una persona, se viola el orden natural, se altera el orden moral mediante una Ley no escrita”. Y ejemplificó con el tema de la muerte asistida: “la objeción de conciencia se daría... en el caso que a un médico, comprometido con el respeto a la vida, se le exigiera que practicara un aborto o una eutanasia en contra de su conciencia, en contra del orden natural”. Y si bien precisó que “es fundamental avanzar en el principio de cumplimiento de la Ley”, dijo también que “es necesario ahondar... en el gran tema, que es un derecho natural, de la objeción de conciencia”, porque la Ley que debe ser obedecida debe ser “una Ley siempre perfectible, siempre expresión del orden natural de las cosas para que de esta manera la convivencia humana sea lo más armónica posible”.
El secretario Abascal convalidó así, aunque rehusara admitir que estaba haciéndolo, la posición enunciada el día anterior durante su homilía en la catedral por el cardenal arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera. A diferencia de otros domingos en que improvisa respuestas sobre todo tema al finalizar la Eucaristía, esta vez preparó su sermón, cuyo eje fue la desobediencia legítima a la Ley. Si a diferencia de lo que ocurre, el clero mexicano tuviera influencia en los asuntos de la vida cotidiana, a estas horas estaríamos ante los preparativos de, por ejemplo, una huelga de contribuyentes, a que en cierto modo incitó el primado de México: “cuando la autoridad se sale del marco legal desde donde puede y debe gobernar, no hay obligación de tributarle obediencia y si se opone a los derechos humanos fundamentales, entonces hay que negarle obediencia”. Al explicar el pasaje evangélico de lo que corresponde a Dios y lo que toca al César (San Mateo 22, 15-22) dijo: “el planteamiento del Evangelio de hoy podría formularse así: el impuesto debe ser pagado con sentido de responsabilidad, exigiendo que los fondos públicos siempre sean utilizados para el bien común de la sociedad y no para su destrucción y nunca contra la sacralidad de la vida”.
La consecuencia que los fieles católicos podrían extraer de esa fórmula es que deben dejar de contribuir al gasto público que se aplica a la adquisición de la píldora del día siguiente, que según la Iglesia Católica es abortiva y forma parte, sin embargo, del cuadro básico de fármacos que distribuye la Secretaría de Salud. O el que se aplica a las clínicas y hospitales donde se interrumpe el embarazo por motivos terapéuticos o económicos, según es lícito hacer en entidades cuyos códigos penales prevén tal situación. En continuación de ese razonamiento, el personal médico que se negara a participar en prácticas abortivas legales estaría justificado en su desobediencia, por ser mayormente imperativa la Ley natural que la positiva.
No es palabrería desdeñable, sino la exposición de un modo de guiar la vida pública del país la expresada por el cardenal y el secretario. No hay en lo absoluto coincidencia en la situación de entonces y la de ahora, pero no es exagerado recordar, para valorar en su dimensión el alcance de esos planteamientos, la posición del clero en 1917 y 1926, cuando se declaró lícita y aun obligatoria la desobediencia a la Ley.
Quien traiga a la memoria el amargo recuerdo de la partición en dos de la sociedad mexicana, atribuible al Estado por su política persecutoria pero también al Episcopado por bendecir la resistencia armada y antes inducirla, no podrá restar importancia a lo que ahora proponen esos dos miembros, cada uno a su manera, de la jerarquía católica.
Ante la reforma legal que limitó el número de sacerdotes, en julio de 1926 la Santa Sede no sólo condenó la Ley, sino “todo acto que pueda significar... aceptación o reconocimiento de la misma Ley”. Poco antes, la Liga nacional defensora de la libertad religiosa había anunciado un plan para “la paralización de la vida social y económica” del país, diciendo que “se trata de una medida drástica y del ejercicio del derecho de legítima defensa”, puesto que “entre la inacción y la acción armada hay un término medio, la acción cívica”. No se ocultaba que ese plan era sólo un preámbulo de la lucha por otros medios, pues se advertía que: “toda persona amante de la libertad deberá constituirse en propagandista eficaz de esta acción contra los intereses o agrupaciones enemigos de la libertad. Estos procedimientos enérgicos no deben causar escrúpulos ni espanto, pues se trata de un caso extremo de vida o muerte para la Iglesia Católica en México”.
Cuando el boicot planeado fracasó, el tránsito a otros procedimientos aún más enérgicos, de los que más abiertamente causan escrúpulos y espanto, fue natural, automático. Es inadmisible que, ochenta años después de entonces, se enarbole como bandera la desobediencia, se le confiera licitud.