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Plaza pública/Elección vaticana

Miguel Ángel Granados Chapa

Aunque la Iglesia católica confía al Espíritu Santo la elección del Papa, los cardenales lo ayudan con gestiones y cabildeos, con negociación y promesas, como en toda sucesión que es resuelta por un grupo cerrado de electores. Si bien los intereses primordiales de los miembros del Colegio cardenalicio son de dimensión espiritual, están asimismo anclados por motivos de carácter temporal. De allí que aunque depende de la inspiración divina, la elección de un nuevo Papa no sea un mero trámite procesado por personas que concretan la voluntad divina.

Ayer se realizó la primera jornada del Cónclave reunido para elegir al sucesor de Juan Pablo II. Dado que la inmensa mayoría de los cardenales congregados bajo la pintura de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina fueron nombrados por el fallecido Papa, que como sus antecesores dispuso de facultades sin límite, de libertad amplísima para tal designación, puede apreciarse en el panorama del colegio respectivo una cierta homogeneidad, no una uniformidad chocante, pero sí un talante generalizado, una inclinación al conservadurismo, lo que permite augurar una elección tersa y pronta. No nos asombraría que a la hora en que estas líneas queden ante los ojos de los lectores, en la primera jornada del martes ya hubiera salido humo blanco de la chimenea colocada ex profeso en el recinto electoral, ya hubiera Papa.

Lejanísimas las tribulaciones mundanas del Pontificado, es imposible que se repitan las vicisitudes que llevaron a un proceso electoral, en el siglo XIII, que se extendió por más de 33 meses. Ni siquiera es imaginable que llegue a tres días, algo que en el medio siglo reciente (durante el cual se han realizado cinco elecciones, incluida la que está en curso) sólo ocurrió en 1958 cuando fue elegido Juan XXIII. Para escoger al cardenal de Venecia, Ángelo Roncalli, se requirieron once votaciones. Y eso que no fue un candidato inesperado, que surgiera por generación espontánea. Al contrario, según contaba el propio Juan el bueno (y reproduce Enric González en El País) sus compañeros los cardenales italianos lo postularon después de satisfacer algunas condiciones. Especialmente una: un cardenal de la Curia, Guisseppe Pizzardo, preguntó a Rocalli, el 17 de octubre de 1958, si de ser elegido Papa haría secretario de Estado al arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, “temido reformista anticurial”.

El cardenal Roncalli insinuó un compromiso: “¿Cómo podría ser secretario de Estado un hombre no deseado por los cardenales de la Curia?”, razonó ante Pizzardo. Once días después fue elegido Papa, y cumplió su palabra. No llevó a Roma a Montini, pero lo hizo cardenal. El 21 de junio de junio de 1963 sería elegido Papa con el nombre de Paulo VI.

Sólo se conocen por filtraciones los pormenores de la elección papal. Para hablar de solo las dos más recientes, las de los dos Juan Pablo, recordemos que el primero de ellos fue elegido en el primer día del Cónclave, en la cuarta votación. El cardenal arzobispo de Bruselas, Leo Jozef Suenens describió en sus memorias a grandes rasgos la jornada del 16 de agosto de 1978, para elegir sucesor del Papa Montini:

“La primera votación exhibió una gran variedad de nombres. En la segunda votación la lista se había reducido ligeramente. Durante la tercera, empezamos a vislumbrar la tenue luz de la alborada, y la cuarta votación trajo la esplendorosa luz del nuevo día: Juan Pablo I fue electo”. El elegido fue una vez más el patriarca de Venecia, ahora Albino Luciani, y no el cardenal Giovanni Siri. Este último contó en su biografía oficial que durante el novenario lo buscaron los cardenales Vagnozzi y Palazzini: “Pidieron que me definiera respecto de mi propia candidatura”, lo cual hizo Siri. Y se quedó en el camino.

Un nuevo Cónclave tuvo que reunirse en octubre siguiente tras la repentina muerte del Papa Luciani. El propio Siri, refiriéndose a algo sucedido en la segunda reunión cardenalicia de 1978 dijo que era deseable que “en el futuro” se hiciera público el desarrollo de la elección porque “el secreto, aunque válido en el momento del Cónclave, puede encubrir algunas acciones muy poco caritativas”. Ese algo fue calificado de modo aún más severo por el cardenal español Vicente Enrique Tarancón, quien crípticamente reveló: “Dios hizo buen uso de la malignidad humana y de las divisiones entre los italianos”. A su vez el cardenal estadounidense John Carberry dijo al vaticanólogo John Allen: “Me gustaría contarlo todo porque la historia es apasionante, pero no puedo”. (El País, 18 de abril).

Aunque no suena entre los favoritos para la elección en curso, hace tiempo se tenía como papable notorio al jesuita Carlo María Martini, nacido el 15 de febrero de 1927, que al cumplir los 75 años se retiró del arzobispado de Milán, para el cual fue nombrado en 1980, poco antes de ser incluido en el Colegio cardenalicio. En 1978, el año de las elecciones previas, Martini era rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, como antes lo fue del Pontificio Instituto Bíblico. Cada año, en el día de San Ambrosio, el cardenal arzobispo de Milán pronunció un discurso, cuya colección apareció publicada bajo el título Alla fine del millenio lasciateci sognare, traducido al español como Al final del milenio, ¡soñemos!, que concluye con una convocatoria a soñar pero no “como evasión irresponsable ni fuga de las penalidades coitidianas, sino (como apertura de horizontes, lugar de nueva creatividad, fuente de acogida y de diálogo”.

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