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Plaza pública/Michelle Bachelet

Miguel Ángel Granados Chapa

Michelle Bachelet no será la primera mujer que encabece un Gobierno en América Latina. Pero sí será la primera que lo haga a partir de su esfuerzo autónomo y personal, con luz propia. Tres presidentas la antecedieron: Isabelita Perón en Argentina, Violeta Chamorro en Nicaragua y Mireya Moscoso en Panamá.

Las tres fueron causahabienntes de la fuerza, el prestigio o la imagen de sus maridos. Isabelita, llamada en realidad María Estela Martínez, dilapidó el potencial popular del peronismo, se volvió en su contra y permitió, sometida a la influencia aberrante de un gendarme brujo, una de las mayores persecusiones contra la libertad y la democracia de los argentinos. Y eso porque el azar la colocó al lado del valetudinario general de los descamisados, como tres décadas atrás había dejado a Eva Duarte a su vera.

Pedro Joaquín Chamorro puso La prensa al servicio de los nicaragüenses y su viuda, caído él por la vesania somocista, cosechó la victoria democrática, regada por la sangre de su marido y de muchos sandinistas.

Fue mucho más grotesco el destino de la viuda de Arnulfo Arias. Concluyó su Gobierno en Panamá en medio del desprestigio de haber liberado al multihomicida Luis Posada Carriles, el terrorista consentido de Washington. Y doña Mireya no obró así empujada por la poderosa fuerza de las convicciones humanitarias, sino por otras más contantes y sonantes.

El que, en cambio, millones de chilenos votaran ayer para hacer presidenta a la doctora Bachelet obedece exclusivamente a que ella misma se ha labrado una trayectoria, como profesional y como mujer de Estado. Nacida el 29 de abril de 1951, se educó en la élite chilena, puesto que su padre era un oficial de alto rango en la aviación, pero también con una perspectiva social de cultura, venida de su madre, la antropóloga Ángela Jeria. La familia vivió en los sitios, incluidas ciudades del extranjero, donde estuvo comisionado Alberto Bachelet, quien finalmente alcanzó el generalato casi al mismo tiempo que aceptaba un cargo del presidente Salvador Allende. Lo tuvieron por traidor los mandos militares y cuando dieron el golpe lo atraparon y sometieron a tortura. Un síncope cardiaco lo arrancó de las manos de sus atormentadores.

Así, tan crudamente como eso, se acendró la conciencia social de la joven estudiante de medicina, que con peligro de su libertad y de su vida hizo política durante la clandestinidad. Lo recordó en enero pasado, cuando el Partido Socialista la proclamó su precandidata dentro de la Concertación, para que midiera fuerzas con la democristiana Soledad Alvear (que ayer fue elegida senadora), una ex ministra de Justicia y de Relaciones Exteriores que no tardaría en declinar a favor de su compañera de Gabinete bajo el Gobierno de Ricardo Lagos, donde Bachelet desempeñó una cartera, la de Salud, digamos que de modo natural.

Pero en cambio se necesitó valor de Lagos y la doctora para que se sentara frente a los mandos militares en su carácter de ministra de la Defensa. Abrió sus cartas la primera vez que se encontró con la jerarquía castrense; era mujer, y por añadidura agnóstica y socialista; separada, sus hijos ostentan los apellidos de dos padres diferentes; y su padre se había opuesto al cuartelazo de Pinochet. No obstante esos defectos, como ella misma los llamó con ironía, no habría problemas en su desempeño, y no los hubo. Al contrario, apenas el viernes pasado, cuarenta y ocho horas antes de la elección, los tripulantes del submarino O Higgins la invitaron a recordar con ellos que ella es la madrina de la nave.

Al ser proclamada por su partido, Bachelet recordó el elenco de los grandes del socialismo chileno contemporáneo: “esta es mi casa, insistió, mi casa de siempre... la casa de la justicia, la casa de la izquierda. La casa de Matte, de Grove, de González y de Ampuero, entre tantos otros. La casa de nuestro querido Cloro Almeyda. Esta es la casa del presidente Allende... esta es la casa del presidente Ricardo Lagos. Y. no lo olvido nunca, esta es la casa de mi amigo Carlos Lorca”.

Éste era diputado en 1973, fue detenido y desapareció. Almeyda, el canciller don Clodomiro, padeció tormentos indecibles; en la isla de Dawson se le mantenía vendado de cuerpo entero, como momia, para que la piel se le empalideciera y se tornara debilísima para luego exponerlo desnudo a criminales baños de Sol. Allende eligió la muerte digna antes que ser vejado y convertido en rey de burlas por la tiranía de los traidores.

Pero Bachelet está muy lejos del victimismo. Al contrario, forjó con su trabajo una candidatura ciudadana tan potente que su partido la acogió con naturalidad y la democracia cristiana se le entregó tras la declinación de Alvear. Ese movimiento en la Concertación, sin embargo, provocó la reacción igual y de sentido contrario en el otro lado de la acera: el empresario Sebastián Piñera, por varios títulos semejante al presidente Fox, calculó que la derecha de la DC hallaría difícil apoyar a una candidata tan nítidamente socialista, y se lanzó en busca de ese voto y de otros menos radicales, y se convirtió en un obstáculo para su amigo Lavín y su adversaria Bachelet. Si se trataba de sólo estorbar, lo consiguió.

El programa de Gobierno de Bachelet, lo describió ella misma, es al mismo tiempo ambicioso y realista, surgido de la gente. Su única promesa de campaña fue “ayudar con todas mis fuerzas y mi capacidad a crear una sociedad en la que nadie pueda decir no pude, ni menos no me dejaron”.

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