EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Plaza pública/Primarias capitalinas

Miguel Ángel Granados Chapa

Pasado mañana será elegido el candidato del PRD al Gobierno de la Ciudad de México, que miembros de esa organización han encabezado desde 1997. Aunque ello sólo será verdad el dos de julio próximo, si se atiende el resultado de las encuestas (que indican una amplia inclinación del electorado capitalino hacia el PRD), puede suponerse que quien resulte elegido el domingo, Marcelo Ebrard o Jesús Ortega, lo será también en la elección constitucional. De allí la importancia de esa jornada, en que podrán participar todos los ciudadanos y no únicamente los perredistas.

Precisamente por la alta probabilidad de que el candidato del PRD en 2006 se sume a la lista formada por Cuauhtémoc Cárdenas, Rosario Robles, Andrés Manuel López Obrador y Alejandro Encinas como gobernantes del DF, la disputa interna por la postulación ha generado tensiones y pugnas en los círculos dirigentes del partido. La inmoderada pasión que singulariza a no pocos militantes del PRD, y sus intereses personales o de grupo, han llevado a algunos de ellos hasta la reyerta física. No todos en ese partido parecen comprender la relevancia que tiene la jornada del domingo para el futuro inmediato de esa corriente y aun para el país.

Paradójica y lamentablemente, un partido que surgió en buena medida en demanda de prácticas democráticas sanas y libres ha sufrido de modo reiterado tropezones en sus comicios internos. A partir de 1999, cuando fue anulada la primera elección de Amalia García (que triunfó de nuevo en la segunda ronda, para frustración de quienes pretendieron cerrarle el paso, y es hoy la gobernadora de Zacatecas), el PRD no ha salido indemne de sus procesos internas, así en el nivel federal como en los locales. Con esos antecedentes, y a la vista de la posibilidad de que López Obrador sea elegido presidente de la República, la elección de pasado mañana debe reflejar hasta qué punto los dirigentes y miembros del PRD han cobrado conciencia de su responsabilidad, y hasta qué grado no sólo deben elegir a un candidato sino hacerlo de modo civilizado, ateniéndose al desenlace cualquiera que sea su sentido.

Desde hace casi dos años, cuando era secretario de Seguridad Pública, un cargo que no ofrece muchas posibilidades de simpatía popular, Ebrard ha figurado a la cabeza de los sondeos relativos a la integración del Gobierno capitalino. No perdió esa condición después de los linchamientos de Tláhuac y el despido que le asestó el presidente Fox en diciembre pasado, y al contrario la consolidó cuando López Obrador lo rescató de su breve marginación y le confió la secretaría de desarrollo social. Convertido por ello en el candidato a vencer, sus adversarios comprendieron que si acudían al proceso interno cada quien con su propia limitada fuerza sucumbirían frente a Ebrard y tres de ellos crearon un frente común, que mediante encuestas decidió quién sería precandidato, a escoger entre Pablo Gómez, Jesús Ortega y Armando Quintero. Resultó escogido el segundo y los restantes han cumplido cabalmente su compromiso de apoyarlo. Gómez, entre ellos el más antiguo y respetado militante de la izquierda, ha puesto su prestigio al servicio de una causa que no es la propia pero que él asumió dignamente. No sólo ha llamado a votar por Ortega, sino que antes fue factor eficaz para persuadir al ingeniero Cárdenas de manifestarse a favor de ese precandidato.

López Obrador, por su parte se reservó, hasta la semana pasada la expresión de un apoyo a Ebrard que se le ha atribuido desde que era jefe del ahora aspirante. Hay muchas razones para esa preferencia, especialmente una que le concierne directamente, que es la necesidad de que el voto por el PRD en el DF sea abundantísimo y determine el resultado de la elección local pero también de la presidencial, objetivo que a juicio del ex jefe de Gobierno será factible si Ebrard es el candidato de su partido.

Con énfasis semejante al que ahora tiene como blanco al ex secretario de Seguridad Pública, hace seis años López Obrador fue acusado de ajenidad. A pesar de tener el mismo origen, al tabasqueño no se le reprochó su pasado priista sino el de no estar involucrado con la Ciudad de México. A Ebrard, en cambio, se le echa en cara su pertenencia al PRI y al equipo de Manuel Camacho, es decir al de Carlos Salinas, como si no hubiera palabras, actitudes y hechos que prueban su rompimiento con ese partido y con el jefe mínimo que lo encabeza, según el candidato Roberto Madrazo.

La insistencia en deturpar a Ebrard surge de la imposibilidad de objetarlo con razones valederas. En febrero de 2002 se incorporó al Gobierno de la ciudad no como subalterno sino como aliado de López Obrador. Casi dos años atrás había declinado ser candidato a la jefatura capitalina en favor del ahora aspirante presidencial, y de nuevo mostró su voluntad de acompañarlo en trances difíciles cuando aceptó el delicado cargo de encabezar la policía metropolitana, función que implica alto riesgo para un político profesional

La sostenida, pero no muy exitosa campaña de desprestigio a Ebrard se funda también en que lo apoya la corriente que encabezó René Bejarano. Ciertamente, de ser elegido candidato y después jefe de Gobierno Ebrard deberá inhibir y alejarse de las prácticas clientelares que caracterizan a segmentos de esa corriente. Debe tenerse presente que no es cautivo de ella, sino que lo apoya también el Foro Nuevo Sol, encabezado por Amalia García, de mucho mejor fama pública que casi todas las demás.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 184298

elsiglo.mx