Ayer volvió a su casa, libre bajo fianza, la señora Lucía Hiriart de Pinochet, ex primera dama de Chile, más conocida a justo título como La Generala y, más precisamente todavía, como La Dictadora. Pero se le seguirá proceso por delitos fiscales, acusada por realizar maniobras para que su marido, el militar golpista, eludiera el pago de impuestos por dinero de origen no establecido depositado en cuentas extranjeras.
Se le concedió libertad en atención a su avanzada edad, 82 años, y sus condiciones de salud. De hecho, cuando fue detenida anteayer no se la recluyó en una cárcel, sino en el hospital militar de Santiago, donde se atiende también al ex dictador, especialista en sentirse o declararse enfermo, aun de la cabeza, cada vez que la justicia se le aproxima. El hijo menor de ambos, Marco Antonio, también sujeto a proceso, no obtuvo el beneficio de la libertad bajo caución. La razón procesal aducida para mantenerlo en prisión preventiva es que constituye “un peligro para la sociedad”.
Mientras en Chile se intentaba juzgarlo por los delitos contra la humanidad cometidos durante el periodo en que usurpó el poder (los incluidos en la Caravana de la muerte y la Operación Cóndor, entre otros), una investigación en Washington sobre el fallido banco Riggs permitió saber que el patriotismo del dictador había sido bien remunerado. Con la misma vulgaridad de otros golpistas, el presunto “salvador de Chile” había tasado en alto sus servicios. Su fortuna en el extranjero puede llegar a 35 millones de dólares (sólo una tercera parte, digámoslo para salvar nuestro orgullo nacional, de los depósitos en Europa de Raúl Salinas de Gortari). En septiembre pasado, el SAT chileno descubrió que Pinochet presentó declaraciones fiscales “maliciosamente incompletas o falsas”. En el proceso abierto por tal causa se ha incluido también a su esposa.
El apodo que los chilenos dieron a la señora Pinochet no deriva sólo de poner en femenino los títulos de su marido. Era Generala o Dictadora por sus intromisiones en el Gobierno. Cuando se jubiló el cardenal Raúl Silva Henríquez, malquisto por haber organizado la solidaridad con los perseguidos por la dictadura, la señora Pinochet aseguró que Dios los había oído. Pero no todo se quedaba en exclamaciones: los funcionarios que no se le sometían eran despedidos. Por ejemplo, en marzo de 1985, cuando un terremoto de los que menudean en Chile sacudió a ese país, la primera dama acudió a la zona más lastimada y dispuso que los recursos de auxilio fueran manejados por la oficina local de CEMA-Chile, la fundación social que ella misma estableció y aún dirige, una suerte de Vamos México.
“Alcalde y gobernador se opusieron. Y lo dijeron. La negativa tuvo dos inmediatas repercusiones: el intendente metropolitano... fue enviado para destituir al alcalde..., y el general Pinochet se comunicó con el general director de Carabineros... para pedir la remoción del oficial gobernador. El intendente... no pudo encontrar a ninguno. Ambos le llevaron la renuncia a su oficina” (Ascanio Cavallo, Manuel Salazar y Óscar Sepúlveda, La historia oculta del régimen militar”).
Las opiniones políticas de esa primera dama eran también determinantes. Quizá el que Pinochet resultara senador vitalicio (condición que desapareció hace tres semanas, con reformas constitucionales bienvenidas) resultó de un diseño inspirado por ella: “Si el día de mañana mi marido dejara de ser presidente... una vez que venga el plebiscito de 89 y si determinan que él se puede presentar y no fuera aceptado por el pueblo después del plazo estipulado en la Constitución, dejaría el poder. Pero no se quedaría con los brazos cruzados en la casa, ni estaría en un lugar como un ministerio o cosa así, porque no es adecuado para un hombre que ha sido Presidente de la República”.
También ayer la primera dama mexicana tuvo que ver con los tribunales. La señora Marta Sahagún de Fox acudió a la segunda audiencia “para absolver posiciones”, como se llama en lenguaje procesal contestar preguntas en un litigio de carácter civil. La esposa del presidente de la República inició uno, a finales de abril, contra la periodista Olga Wornat y el semanario Proceso, en busca de reparaciones pecuniarias por daño moral. El viernes pasado el juez 12º. -que en mi opinión no debió siquiera admitir la demanda, porque en ella se busca establecer “obligaciones que nacen de los actos ilícitos”, y no hay ilicitud en publicar una revista- sometió a los cuestionarios respectivos a las señoras Fox y Wornat y al representante de Proceso. Y ayer hizo lo mismo con la esposa del presidente de la República, a partir del interrogatorio de los apoderados del semanario.
En una y otra ocasión la señora Fox, que dijo haber iniciado el proceso civil como una ciudadana, pero se hace acompañar por miembros del Estado Mayor Presidencial incluso al interior de la pequeña oficina del juez, insistió en que se vulneró su derecho a la intimidad con la publicación del escrito en que demanda la anulación de su matrimonio eclesiástico. El juicio puede ser tachado de irregular por infringir el principio de igualdad de las partes, ya que la demandante no es una simple particular, sino la primera dama, y no una esposa silenciosa y marginal, sino la mitad femenina de la pareja presidencial. Aunque no aspira más a la candidatura que le permitiría suceder a su marido, es notoria la influencia política que despliega, y que repercutirá en el desenlace de este juicio.