Dos secretarios de Estado y el procurador general de la República anunciaron el 23 de marzo del año pasado con el estruendo que resulta de sus presencias unidas, el éxito de la Operación Limpieza, la mayor batida a traficantes de indocumentados. El presidente Fox, de gira por Guatemala, festejó expresamente lo dicho por Santiago Creel, Eduardo Romero y Rafael Macedo de la Concha: al ser detenidas 44 personas, empleados del Instituto Nacional de Migración o ex trabajadores de esa dependencia, se había asestado el mayor golpe a la corrupción y al tráfico de personas.
No era cierto. Hemos demorado diecinueve meses en saberlo, pero la fulgurante satisfacción oficial de aquel momento no se sustentaba en hechos corroborables. La incriminación a la mayor parte de esas personas carecía de base. Se acusaba a inocentes, pues. Así lo determinó el jueves pasado una jueza penal, que absolvió a veinte personas porque el Ministerio Público no probó sus acusaciones. En septiembre de 2004 un grupo de 24 acusados fueron también absueltos (si bien tras la apelación del ministerio público, que también puede presentarse ahora, se ordenó su reaprehensión, que no ha sido cumplida).
Al general procurador general Macedo de la Concha y al subprocurador responsable de la lucha contra la delincuencia organizada se les llenó la boca en los días siguientes con la descripción del modo de operar de la peligrosa banda desmantelada. En ése como en otros casos, ambos se refirieron a los presuntos responsables como si se hubiesen probado ya sus responsabilidades, como si se estuviera al cabo de un proceso penal y no en su preámbulo. Con el testimonio de once presuntas víctimas, indocumentados centroamericanos, esos jefes del Ministerio Público obtuvieron el auto de formal prisión y el juicio que se desperezó lentamente a lo largo de meses, más allá del límite establecido por la Constitución.
Cuando el proceso ha concluido en su primera instancia, con sentencia absolutoria, queda vigente el dilema que en cualquiera de sus extremos descalifica al Ministerio Público federal: o existió la actividad delictuosa detectada y al salir libres sus practicantes se burlan de la justicia, o les fue imputada una responsabilidad en que no incurrieron, y eso resultó de ineptitud o de dolo. Porque este extremo del dilema se prolonga: si en efecto hubo tráfico de indocumentados sus autores han quedado sin castigo pues se distrajo la atención de todo el mundo apuntando el dedo flamígero hacia donde no se debía hacerlo.
Desde el principio parientes y defensores de los detenidos argumentaron su inocencia. Se hizo notorio el caso de la señora Artemisa Aguilar, quien en algún momento de esa instancia ministerial que son las conferencias de prensa resultó descrita como la jefa de la banda. De no ser porque el asunto era muy grave ya que implicaba la pérdida de su libertad y el desdoro de su honor, el montaje hubiera provocado risas: cerca de los sesenta años de edad, viuda, atendiendo al público desde una ventanilla, la señora Aguilar no dispone de vehículo propio y cuando fue detenida se disponía a abordar el microbús en que se transportaba al INM. Cuando se trató de probar que en su cuenta bancaria había recibido por lo menos cinco mil dólares, que nunca habían sido depositados quedó clara la magra condición de su saldo.
Hizo notar ése y otros despropósitos Santiago Pando, yerno de la señora Aguilar. Junto a su esposa Maritza, el publicista conocido por la eficaz campaña que contribuyó al triunfo de Vicente Fox en la elección presidencial de 2000, se dio a la tarea de aportar pruebas de descargo. Hurgó en los registros de población de loa países centroamericanos de donde provenían los testigos, y el resultado de esa indagación mostró que esas personas no existían, lo cual explicó por qué sus testimonios no hubieran sido ratificados. También es posible que a personas inducidas a mentir se les haya pagado su falsedad, paradójicamente, con documentación apócrifa que les facilitó huir.
Al mismo tiempo, y mediante su destreza profesional, Pando hizo públicas las debilidades de la acusación y dio en llamar a los incriminadores fabricantes de delincuentes. Ésas y otras adjetivaciones (llamar traidores al presidente a quienes procedían de ese modo) causaron la irritación del subprocurador José Luis Santiago Vasconcelos, crecientemente incómodo de que se exhibiera su proceder en este caso. Dio cauce a su enojo demandando por la vía civil a los señores Pando, Santiago y Maritza, el pago de seis millones de pesos como reparación del daño moral que presuntamente le habían inferido al describir sus conductas.
Lo que en realidad perseguía era inhibirlos de continuar la búsqueda de la libertad de Artemisa. Y, de paso, hacer lo propio con periodistas que desde diversos miradores se ocuparon del tema. Santiago Vasconcelos hizo que se les citara como testigos contra los demandados. Cuando rehusaron con base jurídica ofrecer su testimonio fueron multados por el juez que, a la postre y en buena hora, tras declarar desierta esa prueba sentenció a favor de los demandados, que no habrían sino ejercido sus derechos constitucionales de expresión. Está en curso, por otro lado, una acusación penal contra esos mismos periodistas, iniciada por el abogado del subprocurador Santiago Vasconcelos.
Pero eso es lo de menos. Lo de más es que están libres después de 19 meses de injusta prisión la mayoría de los implicados en esta sucia Operación Limpieza.