Jerusalén. Pasado mañana se cumplirá -ya, apenas- un mes de los atentados que cobraron la vida de 56 personas en Londres. Dos semanas después de ese siete de julio, el 21, estuvo a punto de repetirse la tragedia en la misma ciudad. Sólo el azar evitó que se consumara el ataque diseñado conforme a las pautas del anterior: bombas preparadas para estallar en tres estaciones del Metro y en un autobús.
La indagación policiaca ha sido exitosa. Se conoció pronto la identidad de los terroristas que perpetraron el primer atentado, aun antes de que ocurriera el segundo, cuyos responsables fueron ya identificados. La exitosa indagación se valió de la tecnología de que a su vez se aprovecharon los terroristas. La telefonía móvil ha generado su propio anticuerpo. Si facilita la comunicación entre los atacantes y hasta puede ser usada para activar bombas, también puede ser útil para rastrear a sus usuarios. ?Dime con quién hablas y te diré quién eres? se convertirá, se ha convertido ya, en una eficaz fórmula de investigación. De ese modo se localizó, por ejemplo, en Roma, a uno de los autores del fallido ataque del 21 de julio.
Igualmente productivas fueron, en su turno, las indagaciones sobre los atentados en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, y en Madrid el once de marzo del año pasado. En el primer caso se reconstruyeron las biografías y hasta se conocieron los móviles que impulsaron a los atacantes de las Torres Gemelas y el Pentágono. También se obtuvo noticia puntual de quienes destrozaron centenares de vidas en Atocha y otras estaciones madrileñas. Por eficacia policiaca no ha quedado.
Pero el terrorismo y las tensiones sociales en que surge y se manifiesta dista mucho de ser un problema delincuencial común, de los que se pueden atajar mediante acciones policiacas. Es en cierto sentido comparable a crímenes de trascendencia internacional, como el tráfico de personas, de drogas y de armas, cuyas ramificaciones dificultan
combatirlos de una vez y para siempre. Pero, con todo, estos negocios de la destrucción se desarrollan a través de redes cuya comunicación puede ser obturada e impedida, con lo que al menos se les resta capacidad de operación y de movimiento. No ocurre lo mismo con las actuales expresiones del terrorismo.
En Leeds, la ciudad británica donde vivían los atacantes del siete de julio se harán cruces durante mucho tiempo para determinar con exactitud el momento y las causas que convirtieron a muchachos pacíficos, hijos de inmigrantes, no recién llegados que lucharan por encontrar un espacio de supervivencia, en autores de un plan y en ejecutores del mismo, capaz de sembrar la muerte y el dolor en hogares como los suyos, en personas de su misma condición, no enemigos que deben ser exterminados.
Si bien puede hablarse de una central del terrorismo, la organización Al Qaeda encabezada por Osama bin Laden, que se manifiesta de diversas maneras según la situación del país en que actúan sus ramas, sería iluso esperar que de la improbable desarticulación de ese grupo y la acaso menos remota pero tampoco sencilla localización y captura de su líder se derivara el cese del terror que esparcen.
Hay motivaciones más profundas que, sin necesidad de acatar una fe, de obedecer a un jefe, de perseguir una meta, pueden conducir dondequiera a un asalto terrorista.
Los atentados de Madrid y de Londres parecen relacionados con la presencia de los ejércitos de España y la Gran Bretaña en la invasión a Irak promovida por los Estados Unidos, lo que hace temer nuevos ataques en territorio o contra intereses norteamericanos o en Italia, como ya los hubo en Bali, en apariencia para castigar la presencia de tropas australianas, o el reciente estremecimiento en Sharm el Sheij en Egipto (cuyo embajador en Bagdad fue también asesinado).
Pero aun sin ese acatamiento, sin esa obediencia, sin organización alguna, puede surgir el terrorismo, una capacidad difusa de causar miedo tras la destrucción de personas que, a diferencia de los combatientes en una guerra, sucumben sin siquiera saber qué los condenó y sin siquiera tener conciencia de que estaban en una guerra.
Anoche hemos paseado por la céntrica calle Ben Yehuda en Jerusalén, donde hace años un atentado segó decenas de vidas en una pizzería. El extremismo de grupos palestinos provocó esas muertes, que no tuvieron para sus autores más utilidad que el vesánico placer de dañar a una sociedad que se tiene como enemiga. Una sociedad que, sin embargo, no queda condenada para siempre a vivir el miedo: dos ambulancias haciendo ulular sus sirenas y la presencia de tres vehículos policiacos a gran velocidad no parecieron inquietar más que a nosotros, turistas que si presenciamos una movilización semejante en México la asociaríamos a un delito y no a un eventual acto de terrorismo. Y es que la vida sigue como lo muestra la reapertura de Sbarro, la pizzería destruida, sobre la calle de Jaffa, a la vuelta de su domicilio original.
La barbarie terrorista es un fenómeno poliédrico. No es asunto que resuelvan la Policía y los tribunales que, al contrario, pueden exacerbar otros ánimos dispuestos a la violencia, como ha ocurrido con la multiplicación de crímenes de odio en la Gran Bretaña, en este mes que se cumple el domingo próximo. Tiene la humanidad entera que sumergirse en un esfuerzo de comprensión para determinar si promover la justicia, en el sentido de dar a cada quien lo suyo, incluido el respeto, puede alejarla de su destrucción.