EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Plaza pública/Tsunami

Miguel Ángel Granados Chapa

Un niño nacido poco después de que su madre estuvo a punto de morir, recibió el nombre de Tsunami y simboliza el triunfo de la vida sobre la muerte, presente tan de súbito y en dimensiones tan atroces que hizo que todo el mundo cobrara conciencia de la fragilidad de la nave en que todos navegamos en el espacio.

De tanto en tanto, la naturaleza despedaza la soberbia humana que supone haberla domeñado y le asesta golpes para recordar al hombre que es parte de sí misma, sujeta a padecer sus normas propias. Conforme a la promesa bíblica, el ser humano ha señoreado la Tierra y la ha puesto a su servicio y ha eludido los límites a que estaba sujeto: no sólo surca los aires y rompe las montañas para acercar a los pueblos, sino que ha adquirido poder sobre la vida de los individuos, curando sus males, mejorando su capacidad de resistir las adversidades físicas, expandiendo los ámbitos de su existencia.

Pero de pronto la naturaleza proclama con estruendo la vulnerabilidad humana. Así lo hizo el domingo postrero del año pasado, de un modo tan apabullante, tan inexorable, que toda la semana los efectos del gran maremoto del océano Índico han ocupado la atención de todos los medios de información en el mundo. Pero ha de ocurrir que la presencia de la enorme tragedia y sus secuelas, de magnitud destructiva quizá mayor, no tenga la fugacidad a que el culto a la inmediatez condena a los sucesos que estremecen al mundo. Por lo que es, por lo que significa, por lo que anuncia, el oleaje destructor del 26 de diciembre debe ser un hito imborrable no por el dolor que causa sino por la transformación que genere.

Decenas de miles de vidas se perdieron en Indonesia y en Sri Lanka (la antigua isla de Ceilán), en Tailandia y en una decena más de naciones del sur de Asia. La brutalidad de la muerte sería de por sí abrumadora, pues de pronto el gozo de los vacacionistas y el transcurrir cotidiano de los habitantes de las comarcas destrozadas fue cortado de tajo. El sufrimiento de las víctimas, con todo, fue quizá fugaz, apenas percibido, por la condición súbita del fenómeno que lo produjo. Permanecerá en cambio, la tragedia de los supervivientes, apesadumbrados por la pérdida de seres queridos, por el dolor de sus propios quebrantos, condenados a empezar o recomenzar la dura faena de la vida en situación precaria, lastrada por adversidades sin cuento.

Aunque de inmediato se ha manifestado la solidaridad universal (no vemos por cierto, al de México en la lista de gobiernos aportantes), no será labor sencilla, no está siéndolo, la de hacer llegar ayuda a los damnificados y después elementos para la reconstrucción. Muchas de las víctimas que la necesitan se hallan en puntos inasequibles para los organismos de ayuda. La pobreza estructural de las naciones fracturadas, su insuficiencia institucional se suman a los daños del cruel sacudimiento. Hay que temer, por lo tanto, que nuevas muertes se sumen a las acaecidas tras el maremoto, por las plagas que ya empiezan a cobrar víctimas.

Se sabe hoy que las catástrofes naturales generan cada vez mayor daño. Un año atrás exactamente, el 26 de diciembre de 2003, en Irán un terremoto mató quizá a treinta mil personas. Hoy la cuenta, en aumento cada día, llega a por lo menos cinco veces más. En el Caribe y en otras riberas americanas los huracanes han hecho también su contribución letal en la década reciente. No es admisible que la humanidad simplemente levante el censo de sus pérdidas, el inventario de lo destruido. Mucho ha de hacerse para evitar la devastación. El ánimo se indigna al saber que si bien son inevitables el choque de las placas teutónicas y consecuencias, no lo es enteramente el daño que provocan. Un sistema de alerta temprana permite formular advertencias cuya oportuna atención puede salvar muchas vidas. Es hora de que la Cruz Roja, la ONU, otros organismos internacionales (tan cargados, es cierto, de angustiosas responsabilidades) se dispongan a crear mecanismos eficaces capaces de prevenir lo que no pudo evitarse hasta ahora. Una afortunada coincidencia (si se puede hablar de fortuna en esta hora aciaga) hace que en las próximas semanas se reúna en Kobe una conferencia internacional sobre el tema.

Ya que la sociedad global ha sido incapaz de poner fin a la destrucción del hombre por el hombre, puede encauzar la energía acumulada de sus hombres de ciencia y sus financieros a combatir la débil condición en que se asienta el género humano.

De lo contrario, en cualquier momento y no sólo dentro de millones de años como con ilusa esperanza confiamos, el planeta puede ser destruido y borradas las huellas de la existencia humana en su faz. Si hoy el oleaje del sismo cuyo epicentro se localizó en Sumatra mató a pescadores en Somalia, miles de kilómetros al oeste de Indonesia, en la costa africana, no hay razón para suponer que el feroz acontecimiento no tenga réplicas en otras regiones. Con mayor razón tal ominosa eventualidad es posible por el cambio climático provocado por la industrialización irresponsable de las naciones más poderosas.

Tsunami es la palabra japonesa empleada para designar los muros de agua que alza, cuando tiembla, el fondo del mar. Con ese nombre decidieron bautizar a su criatura Namita Rai y su esposo Laxmirayan. Faltaba un mes para que ella pariera y el maremoto estuvo a punto de impedirlo. Pero refugiados en el bosque, en la isla Hut Bay, el alumbramiento fue posible. En vez de reaccionar con miedo o rencor ante la causa de su riesgo, los Rai llamaron Tsunami a su niño, contra el cual la muerte nada pudo.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 126950

elsiglo.mx