Como otros gobiernos, el del presidente Fox se propuso poner orden en la agroindustria azucarera. No lo ha conseguido y al contrario, genera condiciones que afectan adversamente a una actividad de que viven directamente 440 mil familias, un total de dos millones y medio de personas. En una aplicación al mismo tiempo tardía y prematura de la Ley de Desarrollo Rural Sustentable, emitida en 2001, hace dos viernes abrogó los decretos que regulaban la relación entre cañeros e industriales del azúcar.
En su intento de crear de súbito el mercado libre en una agroindustria regida por la intervención gubernamental, el Gobierno abre un periodo de incertidumbre y eventual desorden.
Una muestra de lo que puede ocurrir con esa inopinada modificación de las normas aplicables ocurrió a propósito de la fijación del precio de la caña.
El 19 de enero un sector de cañeros (los afiliados a la Confederación Nacional de Productores Rurales) convino con un sector de la industria (los 22 ingenios en manos del Estado), un incremento de seis por ciento en el precio. Se inconformaron con esa tasa los fabricantes privados (afiliados a la Cámara Nacional de las Industrias Azucarera y Alcoholera) y los cañeros adheridos a la Confederación Nacional Campesina, aquéllos porque consideraron alto el porcentaje y por lo contrario éstos. Los cañeros cenecistas realizaron durante la siguiente semana movilizaciones y tomaron, simbólicamente en algunos casos, de modo material en otros, las bodegas de los ingenios, en demanda de dos puntos más. Finalmente, consiguieron uno y con ese siete por ciento quedó resuelta por ahora la cuestión.
Tres años después de promulgada la Ley de Desarrollo Rural Sustentable (redactada conforme a las concepciones empresariales de la administración gubernamental del ramo, después de que el presidente ejerció por primera vez el veto a una Ley heredada del Gobierno anterior) apenas está poniéndola en práctica la Secretaría de Agricultura. Por eso decimos que es tardía su aplicación.
Pero decimos que es también prematuro uno de los actos de su ejecución, la abrogación de los decretos, que debió esperar a la creación de los órganos que regulen esa actividad agroindustrial. En efecto, apenas se va a convocar a las partes para la creación del Comité del sistema-producto caña de azúcar, que dispondrá hasta el 30 de septiembre próximo para su primera tarea, consistente en evaluar el desempeño de los decretos abrogados.
La carreta delante de los bueyes: en vez de que esa evaluación determinara si era de abrogar o no los decretos de 1991 y 1993, se les quitó la vigencia con nueve meses de anticipación. Hubiera sido preferible, también, que siguieran en vigor al menos hasta establecer la junta permanente de conciliación respectiva. El decreto abrogatorio ordenó a la Sagarpa emitir el acuerdo para constituirla en un plazo de sesenta días.
Cuando apenas tenía nueve meses de vida, al comenzar septiembre de 2001, la administración Fox expropió 27 de los 58 ingenios que integran la industria azucarera. No se han conseguido los propósitos que se dijo perseguía la acción estatista, teratológica al ser emprendida por un Gobierno de empresarios para empresarios.
Se excedió ya con mucho el término de 18 meses al cabo del cual se pondrían en licitación las fábricas, rechinando de limpias (como las celdas de las prisiones de alta seguridad, según el diagnóstico de un funcionario sin competencia en la materia, el secretario de Gobernación Santiago Creel). Lejos de ello, un tercio de los ingenios operados por un fideicomiso estatal (el Fondo de Empresas Expropiadas del Sector Azucarero, FEESA) padecen índices de productividad por debajo de la media nacional. De los 27 establecimientos expropiados, ese fideicomiso administra actualmente 22, pues los cinco restantes debieron ser devueltos a sus propietarios, que ganaron esa restitución en los tribunales.
En la perspectiva del Gobierno, la expropiación de los ingenios y la abrogación de los decretos forman parte de una política destinada a modernizar ese ramo agroindustrial, a abaratar el azúcar al consumidor directo o indirecto y a preparar la aplicación del TLC a esa actividad, prevista para 2008. Ciertamente, el precio del dulce en México está muy por encima del promedio mundial: mientras que la tonelada de azúcar se pagó en México, el año pasado, a 631 dólares, fuera de nuestro país costaba 236 dólares.
Pero para encarar ese entre otros problemas de la agroindustria azucarera, hace falta una visión general y al mismo tiempo específica. Tal deberá ser el sentido de una Ley de la agroindustria azucarera, que los productores de caña conciben como respuesta a la política gubernamental que juzgan agresiva, en el fondo y en la forma (pues no fueron consultados para la abrogación de los decretos).
Ya funciona en la Cámara de Diputados una comisión especial de la caña de azúcar, que preveía legislar al respecto, pero cuya lentitud propició que la administración se anticipara a someter el ramo a la Ley más general.
Se requiere que la aplicable a la agroindustria regule no sólo la conversión de la caña en azúcar, sino comprenda los nuevos usos de sus derivados, ya probados en otros países. La aplicación del alcohol de caña a fines energéticos, como combustible de automotores, ya normal en países como Brasil, debe servir para alejar de la industria el fantasma de la obsolescencia, propiciada por la aparición de otros edulcorantes como la fructosa de maíz.