Con la frase que encabeza esta columna tituló José Antonio Crespo su artículo del 18 de julio pasado. Lo utilizo ahora no por pereza y mucho menos por afán predatorio, sino para sumarme explícitamente a la propuesta de este reputado y respetado profesor, que adicionalmente a sus labores académicas difunde sus análisis y posiciones a través de la prensa y los medios electrónicos Es, por lo tanto, uno de los más significativos constructores de espacios públicos de discusión.
Crespo supone posible una vasta reacción ciudadana contra el dispendio de los partidos en las elecciones federales. A menudo se expresa la irritación de la gente por los montos del dinero público destinado a la práctica de la democracia, ya sea a través de las instituciones (federales o locales) que la hacen posible, ya a través de los partidos políticos, ocho en la próxima contienda comicial. El sentido común responsable imagina cuántas obras y servios públicos, en este país tan urgido de ellos, podrían realizarse, establecer o mejorarse si se redujera la cuantía del financiamiento público y la diferencia se aplicara a aquellos fines.
El dinero abundante ha envenenado a los partidos y convertido en acción mercadológica lo que debiera ser debate de ideas, contraste de programas, discusión de personalidades. Por lo demás, la mayor parte de los recursos que el erario, es decir los contribuyentes destinan a los partidos se concentra en la producción de basura, ya que la publicidad de sus productos se convierte en desecho una vez concluidas las campañas electorales, o lo es en el momento mismo de su emisión cuando se trata de spots de 30 o 40 segundos, a costos millonarios. De tanto en tanto, de modo insincero, las más de las veces, protagonistas de la escena política convienen en la pertinencia de gastar menos. Pero no lo hacen. Ese recorte estaba previsto en las fallidas enmiendas electorales, preparadas desde el comienzo de esta legislatura por el consenso de los partidos. Pero su irresponsabilidad y codicia las postergaron hasta hacerlas imposibles desde el comienzo de este mes, salvo que la inhibición legal a ese propósito (no emitir legislación electoral noventa días antes del comienzo del proceso, fechado en la primera semana de octubre) fuera interpretada en lo que me parece que es su cabal sentido, que es sólo aplicable a la promulgación de códigos completos y no a sus reformas.
El hecho es que estarán vigentes las reglas que hacen a los partidos disponer de sumas cuantiosas, principalmente por la vía pública pero también por la privada, no siempre clara. Los ciudadanos no son indiferentes ante ese dispendio y según lo averiguó Reforma (25 de julio de 2003) poco después de la elección legislativa intermedia, muchos prefieren apartarse del fenómeno. Recordado el dato por Crespo, “cerca del 25 por ciento de los abstencionistas dio como razón de ello el enojo por el derroche electoral o la vacuidad de la propaganda”.
A fin de que los ciudadanos no se resignen a la neurosis contemplativa, la que se indigna ante un hecho pero no hace nada por corregirlo y, al contrario, lo agrava con su ausencia, Crespo propone “emitir su voto a favor de aquel candidato que, con opción real de ganar la elección (del PRI, del PAN o PRD), gaste menos en publicidad mediática durante la campaña oficial, en proporción a su financiamiento legal. Castigar así el derroche y premiar la (relativa) austeridad, pero no con exhortos morales o llamados a misa, que a nada llevan, sino con el único instrumento político-legal en nuestras manos, el sufragio” /El Universal, 18 de julio).
“De ser así -añadió el autor de la propuesta- y tomando en cuenta que la elección podría arrojar un resultado cerrado, el segmento de electores que sufragasen por el candidato más austero, probablemente no necesite ser muy amplio para volverse decisivo. El candidato más dispendioso puede atraer a buena parte del electorado a través de su costosa publicidad, pero también perdería esa proporción de electores que, de ser exitosa esta estrategia, podría ser determinante. Se trata de invertir la relación hoy vigente, en la que el derroche es electoralmente redituable, a otra en la que resulte contraproducente. Cambiar el binomio despilfarro igual a victoria, por el despilfarro igual a derrota. Mientras más electores se sumen a esta estrategia, lo cual puede medirse por encuestas, mayor su impacto, lo cual generaría un precedente que obligue a los partidos, después de 2006, a pactar la reforma relegada. De lo contrario, seguirán como ahora, como si nada, ignorando cínicamente a los ciudadanos”.
Crespo se pregunta quiénes podrían adherirse a este proyecto y cómo harían para saber qué candidato o partido gasta proporcionalmente menos. A esta segunda interrogación responde que el IFE hará y divulgará monitoreos, que pueden contrastados y completados con los que hagan los medios de información. En cuanto a los probables interesados, Crespo calcula que son aquellos electores “flotantes (no comprometidos) cuya indignación ante el derroche sea mayor que cualquiera preferencia personal o programática, por encima de promesas vagas y frases vacías. También, el amplio sector de ciudadanos que en 2003 no votó precisamente por el derroche partidista (nueve millones, 14 por ciento del padrón) podrían preferir emitir un voto útil contra el despilfarro en lugar de tirarlo a la basura”.
Se daría de ese modo el apoyo a quien en los hechos muestre ser confiable.