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Poder Judicial y política/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

A sus setenta y cinco años de vida y al revisar los horizontes de México, el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional formuló, entre otras cuestiones, cuál ha de ser la relación entre Poder Judicial y política. La pregunta es muy pertinente justo en estos días en que la Suprema Corte de Justicia decide cuáles son las potestades de los poderes Ejecutivo y Legislativo en materia de gasto público. Precisamente al debatir la controversia constitucional sobre el presupuesto, los ministros de la Corte se han regodeado hablando del Legislativo y el Ejecutivo como de “los poderes políticos”. Si se refieren a que sus miembros y su titular, respectivamente, son elegidos popularmente y ostentan por ello una representación, la expresión no es incorrecta. Pero si al distanciarse así de esos poderes los integrantes de la Corte pretenden (o pretenden hacernos creer) que su corporación no es política, que ellos no hacen política, es claro que están equivocados.

Hacen política porque ejercen poder, es decir la capacidad de modelar la vida de otros. En este momento mismo están desplegando esa capacidad en grado superlativo, porque con su interpretación a las normas, o su construcción, están dando o quitando poder a los poderes.

Tras la pretensión de José María Iglesias de que la Corte se erigiera en supremo calificador de la legitimidad de los gobernantes, al otorgar amparos basada en la incompetencia de origen, como reacción fisiológica ante el hartazgo de poder que de ese modo experimentaría, la Corte entró en la etapa en que pareció sentir asco por la política. La cautela de Ignacio L. Vallarta contrastada con la audacia de su predecesor no surgía por generación espontánea. Formaba parte del credo porfiriano de poca política y mucha administración.

La política se reservaría al Necesario, y mientras menos personas y corporaciones la practicaran, tanto mejor para sus propósitos. De la fallida bulimia iglesista se pasó a la anorexia del final del régimen porfiriano.

De paso y como consecuencia de su despolitización, se privó a la presidencia de la Corte de su condición de vicepresidencia de la República.

La Constitución de 1917 reafirmó la tendencia a convertir a la Suprema Corte en un órgano técnico, con creciente desapego de los procesos electorales. Pero es una falsa idea suponer que con ello el Poder Judicial se alejaba de la política. Está próximo a ella y a veces hasta inmerso en ella. No fueron escasos los lances políticos en que la Corte dijo la última palabra, por la vía del amparo a las garantías individuales. Pero esa posibilidad disminuyó hasta cesar en la medida en que las piezas axiales del sistema político fueron ensamblándose.

Cuando el presidente de la República tuvo entre sus facultades nombrar y deponer (aun establecida la inamovilidad de los ministros) a los integrantes de la Corte, se constriñó la independencia de ese poder y se angostaron sus márgenes de acción.

La reforma de 1994, que entró en vigor hace diez años, imprimió nuevo carácter a la Corte. Sus nuevas facultades, su integración ya no exclusivamente de la mano presidencial, correspondió a la reconfiguración del sistema político. La nueva y dinámica distribución del poder en perjuicio del partido que lo monopolizaba, conseguida a través de los votos, encontró un adecuado complemento en los medios de control constitucional de que se dotó a la Corte.

Mediante la renovada controversia constitucional y la emergente acción de inconstitucionalidad los diversos niveles de Gobierno hallaron vías para su consolidación. No se ha establecido un idílico imperio del derecho, pero los municipios no están ya enteramente inermes frente a los poderes estatales, ni las diferencias entre éstos deben dirimirse sólo mediante la mediación o la imposición política del Senado.

Del menoscabo padecido durante largo tiempo el Poder Judicial ha pasado a tener, en el ámbito de la política, una posición tan amplia y eminente que a muchos lleva a condenar la judicialización de la política y aun a temer un Gobierno de los jueces. Lo cierto es que hoy el Judicial no es uno de los tres poderes, sino un poder sobre los dos restantes. Su tribunal electoral rige en último término a los partidos, los sujeta a sus determinaciones, puede aun suprimirlos.

Y ha sustituido al oprobioso colegio electoral en la suprema función de ungir al Ejecutivo.

El Judicial regula hoy más que nunca y en consecuencia somete, a los poderes elegidos. Somos testigos del ejercicio de esa condición. La semana pasada y ayer mismo el pleno de la Corte, once ministros no elegidos directamente sino designados mediante el concurso de los poderes surgidos de la votación popular, les han asignado o delimitado atribuciones. No hay norma expresa que otorgue al presidente de la República facultad para vetar el decreto de presupuesto, para formular observaciones. Y en el régimen de legalidad que es aplicable al Ejecutivo, ningún agente del Estado puede obrar si no está explícitamente facultado. Y sin embargo la Corte ha reconocido (así dicen sus conclusiones, aunque la verdad es que ha otorgado, como fuente de derecho) esa atribución presidencial. Y se dispone a establecer al alcance de la novísima facultad de la Cámara de Diputados de modificar el presupuesto, que en parte mantiene congelado.

Por todo ello es preciso que la sociedad conozca al Poder Judicial, su funcionamiento, a quienes lo integran, pues cada día dependemos más de ellos.

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