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Poder y candelero

Gabriel Zaid

En las encuestas, los políticos más conocidos tienen mayores porcentajes de aprobación, como si ser muy vistos llevara a ser bien vistos. Quizá porque (a diferencia de los malhechores, televisados contra su voluntad) buscan las cámaras en condiciones siempre favorables y porque (fuera de los casos negativos) el público tiende a suponer que las personas más vistas son las más importantes y valiosas. Así se igualan reconocimiento (identificación) y reconocimiento (aplauso).

Los medios de comunicación favorecen la confusión, concentrándose en las caras conocidas y la circularidad de todo esto se refleja en las encuestas sin conexión con el desempeño. Por ejemplo preguntan (sin mencionar personas) qué está mal y la gente se queja de A,B,C, precisamente lo que está a cargo de los aplaudidos.

Desgraciadamente, los políticos ganan más saliendo en la televisión que atendiendo lo que está a su cargo. Es natural que abandonen la talacha tenaz, ingrata y oscura de afrontar problemas que parecen insolubles, para buscar las mieles del candelero. Cada minuto en televisión es una satisfacción inmediata: una exaltación del yo y una manera fácil de avanzar en su carrera política. Por eso, tratan de acumular minutos tesoneramente comprando o consiguiendo comerciales, entrevistas o cobertura noticiosa, con recursos propios, prestados o expropiados, de amigos y patrocinadores (desinteresados o no) y preferiblemente, del erario; en formas lícitas o que lo parezcan y en todo caso, que no se pueda demostrar que no lo son. La más deseable: convertirse en noticia. Usar los dineros públicos para estar en el candelero es invertir dinero ajeno en capital propio. Un capital que produce, por lo pronto, acceso repetido a las cámaras y en el futuro acceso a mayores puestos y presupuestos. La verdadera obra de un político estrella no es el avance en la solución de A.B.C.: es la obra de teatro cuyo protagonismo le da felicidad, genera taquilla y le permite financiar obras más costosas y espectaculares.

Es un negocio tan redondo que provoca celos, envidias y acusaciones de abuso del poder. Aumentó al extenderse la televisión, pero bajo control, mientras el candelero tuvo dueño: el supremo Dador de oportunidades políticas. Ahora hay un mercado salvaje de capitales políticos que compiten por crecer, acumulando minutos en la pantalla. Del monopolio del Estado como negocio, se acabó el monopolio, no el negocio. Por eso, es inconcebible que un funcionario acusado renuncie, mientras se investiga. Sería un suicidio: dejar el mercado a la competencia. Por el contrario, aprovecha la acusación para seguir en el candelero, capitalizándola. En cambio la tradición democrática supone:

1. Que el funcionario no depende del cargo para que su vida tenga pleno sentido.

2. Que de hecho le hace un favor a la sociedad al desempeñarlo, en vez de dedicarse a sus propios proyectos, por lo cual la renuncia y el trastorno dañan más a la sociedad que al acusado. (Si el cargo tiene fuero, no es para proteger sus intereses, sino los sociales, frente a acusaciones frívolas o mal intencionadas).

3. Que la renuncia le conviene, para no hacer dudosa la investigación.

En esta tradición, un cargo es una carga aceptada con ánimo de servicio público, no un negocio redondo para el ego, la familia, los amigos, el patrimonio. La democracia griega estableció que los nombramientos fueran por sorteo y no faltaban ciudadanos que preferían pagar por no asumir el cargo que les había tocado. Hay un residuo de esto en el servicio militar obligatorio, que fue común todavía en el siglo XX y ha ido desapareciendo, frente al concepto de un Ejército profesional, constituido por asalariados que hacen carrera.

En México significativamente, el sorteo de conscriptos llamaba bola blanca al afortunado que daría un año de servicio a la patria y bola negra al desafortunado que perdía esta oportunidad. También significativamente, la palabra idiota viene de que los griegos llamaban así a los ciudadanos que no veían más que sus intereses particulares (idios).

Paradójicamente, cuando aparecieron los políticos profesionales, surgió una forma perversa de interés particular, el uso de las funciones públicas en beneficio de la carrera personal. Lo cual no excluye los intereses públicos, siempre y cuando favorezcan los intereses personales o cuando menos, no arruinen la carrera.

Es imposible erradicar esta perversión, pero se puede limitar. En primer lugar, exhibiéndole. La prensa por ejemplo, puede presentar estadísticas egopolíticas: cuántos minutos en pantalla nos endilga cada protagonista, feliz de acariciarse ante la multitud.

Lo ideal, por supuesto, sería establecer un límite en minutos, llevar una cuenta regresiva oficial y prohibir el registro de candidatos que por cualquier motivo hayan acumulado demasiado en televisión.

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