No acabo de acostumbrarme a los restaurantes de comida rápida, por más que abunden en Torreón. La sensación de vacío me llega al observar las mesas repletas de papeles arrugados, vasos desechables, montones de paquetitos de salsas ‘despanzurrados’, servilletas sucias.
Por supuesto que resulta normal salir huyendo de esos lugares (ése es precisamente el objetivo): en lo absoluto se antoja la sobremesa, la plática o el simple gusto de estar.
La rapidez y el movimiento continuos son signos de la vida moderna, igual que el estrés. Ahora mismo, si ustedes consultan la sección de Avisos Clasificados, encontrarán que una cualidad laboral es trabajar bajo presión. Si fuéramos un poco más perspicaces, veríamos que esquelas y solicitudes de trabajo comparten el mismo espacio mediático por un vínculo evidente: las condiciones organizacionales, ambientales, de urbanización y las relaciones sociales en constante fricción por las prisas y las presiones, producen enfermedades como hipertensión, gastritis, úlceras y ataques cardiacos, entre otras.
El historiador E.P Thompson, en un ensayo sobre cómo se fue introduciendo el reloj en el ámbito laboral hace dos y tres siglos en distintos países, constató los tremendos desequilibrios culturales que trajo este instrumento. La vida, que no tiene parcelas, fue resquebrajada en dos: la vida privada y la de trabajo. Este último, además, comenzó a contabilizarse en horas, minutos y segundos. De ahí que el autor se explica la aparición del famoso “San Lunes”, que por cierto no es una invención mexicana sino inglesa, como producto precisamente de esta separación. El historiador propone que éste es una resistencia cultural a la imposición del tiempo regulado. En culturas antiguas, la medición del tiempo habla mucho de su significado. Por ejemplo, en Chile, durante el siglo XVII, las actividades o los incidentes se medían en “credos”, en otras lo que tardaba la cocción de un huevo. Las personas se levantaban “cuando había suficiente luz para verse las venas de sus manos”. El reloj fue conocido, antes de que se generalizara y fuera medianamente aceptado, como “el molino del diablo”, ya que la prisa se consideraba una falta de decoro combinada con una ambición diabólica. La lógica antigua predominante era hacia la necesidad, pero en el trabajo regulado por el reloj, el tiempo se considera “oro”, no hay minuto que perder, pues cada segundo se pierde la oportunidad de incrementar cualquier fortuna para comprar cualquier cosa.
Esta presión, instaurada complemente ya desde fines del siglo XIX, llega hasta nosotros como algo completamente “natural”. No obstante, siempre hay grupos de personas dispuestos a impugnar este rígido esquema que tiene poco de humano. Es el caso del movimiento llamado “slow cities” que busca situar la lentitud como una resistencia cultural y su signo es nada menos que un caracol. Comenzó en 1986, cuando un Mc Donalds se instaló frente a la Plaza de España, en Roma.
Su primera propuesta fue muy sencilla: disfrutar con lentitud del buen comer y la compañía. El fundador, Carlo Petrini, señalaba: “Redescubramos la riqueza, los sabores y los aromas de nuestras cocinas locales. Si la fast life, en nombre de la superproductividad, tiende a cambiar nuestros modos de vida y amenaza nuestras culturas, la slow food es la respuesta”. Se trata así de recuperar la alimentación como base de la convivencia, retomar este rito que contribuye a desarrollar sociedades más cohesivas, ya que existe una franca tendencia, introducida por el ámbito laboral, a que efectuemos este acto en soledad.
El estilo de vida que fue generando esta idea, se fue convirtiendo poco a poco en un proyecto mucho más amplio, en un modelo urbano que puede mejorar la calidad de vida y preserva la salud. Se toman medidas como cerrar las tiendas los domingos (¿se acuerdan de esos tiempos en Torreón?); comer frutas y verduras que hayan completado su proceso de manera natural; cuidar y salvaguardar productos en riesgo de desaparecer, protegiendo la producción regional enraizada en la tradición (un ejemplo nuestro podrían ser los dátiles); con más espacios y zonas verdes para pasear y la prohibición de utilizar automóviles en las calles principales para no provocar estrés en sus habitantes. Se trata, en pocas palabras, de recobrar el derecho al placer, a perder el tiempo, así nomás.
A pesar de que el proyecto a muchos les parece casi ofensivo para sociedades pobres, en realidad se trata de revalorar el campo y su biodiversidad, de identificar las pérdidas a las que hemos contribuido desapareciendo a los campesinos: Petrini afirma que hace 100 años la gente comía hasta 120 especies distintas de alimentos, mientras que ahora nuestra dieta se reduce a diez o 12 especies. Además, se trata de solucionar el problema de la hambruna, sin renunciar al derecho al placer.
Este grupo ha establecido un premio mundial con el cual se busca reconocer a quienes se “se ocupan cariñosamente de nuestro planeta y de sus especies animales y vegetales (...) ellos son investigadores, campesinos, pescadores, criadores, la mayor parte de las veces, con un oficio difícil de precisar”. Ya hemos tenido una representación mexicana en este concurso: un chinanteco obtuvo el premio especial del jurado, apostando por el cultivo de la vainilla. Pero la organización también ha criticado la manera en que en México estamos acabando con el agave, ya que su producto es resultado de la sabiduría de quienes vivieron inmersos en la tierra.
Muchas ciudades han acogido las reglas del movimiento Slow: se comprometen a respetar los códigos y lo interesante es que se encuentran lejos del desempleo: en Bra, uno de los pueblos italianos que han adoptado esta filosofía, éste ha disminuido a la mitad de la media en el país.
La resistencia a la prisa se ha extendido. También se propone una enseñanza lenta, sin competitividad ni presiones para el aprendizaje; otros piden que en las Olimpiadas se premie con medallas a los deportistas que realicen las marcas más lentas; incluso, se llega a plantear el sexo lento, más disfrutable.
Hoy es el momento para gozar de la exquisitez del tiempo, ése que lamentablemente se acaba, el imposible de recuperar, de buscar, de comprar. El que debemos gastar en lo que vale la pena: los y las que queremos.
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