Para muchos efectos hace falta decretar explícitamente en la legislación mexicana la presunción de inocencia, es decir el principio de que “todo ciudadano se reputa inocente mientras no se le declare culpable”, según lo estipuló la Constitución de Apatzingán en fórmula que no recogieron ninguna de las cartas magnas que han tenido vigencia en nuestro país. Y tal declaración no puede provenir sino de sentencia definitiva e inatacable. Uno de los muchos y agudos problemas del sistema penitenciario mexicano es el del hacinamiento, el de la sobrepoblación, que se aliviaría considerablemente si se revirtiera la práctica de encarcelar a los procesados.
Tal arraigo ha cobrado entre nosotros la prisión preventiva, que nos escandaliza saber que ciertos presuntos delincuentes “no pisarán la cárcel”, sino que vivirán su proceso en libertad. Eso debería ser lo normal, pero se benefician de tal privilegio casi sólo quienes pueden pagar por su libertad, buscándola ante los tribunales por medio de abogados de alta remuneración y cubriendo las cauciones.
Se sabe de cierto que multitud de reos podrían ser excarcelados si pagaran la fianza que se les fijó. Entiendo que, sobre esa realidad, una fundación encabezada por Carlos Slim sufraga ese costo y consigue la libertad de muchos procesados.
El número de reclusos disminuiría sensiblemente si se mantuviera en prisión preventiva sólo a los procesados de alta peligrosidad y a los reincidentes. Con tal despoblamiento aflojarían de modo notorio las tensiones carcelarias y el erario ahorraría las grandes sumas que eroga al gastar en presos que a la postre son proclamados inocentes. Me propuse abordar este tema desde que en diciembre pasado advertí su importancia en una conversación radiofónica (en Monitor) con dos expertos abogados, Luis Alfonso Madrigal y Arturo Zadívar (a quien expreso mi condolencia por el fallecimiento de su señora madre: ya se ha dicho que quedamos huérfanos a cualquiera edad que nos sobrevenga ese infortunio). Y mi propósito se reforzó el lunes ante la sugerencia que así, como de paso, formuló el jefe del Gobierno capitalino Andrés Manuel López Obrador respecto de una consecuencia de no aplicar la presunción de inocencia, que es la suspensión de los derechos ciudadanos a los procesados, que equivale a una sanción no decretada por una sentencia.
En efecto, el artículo 38 de la Constitución establece que los derechos o prerrogativas de los ciudadanos (que incluyen la de “ser votado para todos los cargos de elección popular”) se suspenden (fracción segunda) “por estar sujeto a un proceso criminal por delito que merezca pena corporal, a contar desde la fecha del auto de formal prisión”. La decisión judicial con que comienza un proceso es apenas el primer eslabón de la cadena que se cierra con la sentencia y sin embargo, además de la pérdida de la libertad derivada de convertir en excepción y no en normalidad la presunción de inocencia, una persona sujeta a proceso pierde sus derechos políticos, sin importar que a la postre se le absuelva.
López Obrador abogó en causa propia: propuso la enmienda de ese artículo constitucional para que, aun si estuviera sujeto a proceso, pueda ser candidato presidencial. Pero el asunto, que afecta centralmente al jefe de Gobierno capitalino, lo excede con mucho, no sólo porque esa disposición riñe con disposiciones internacionales (a las que López Obrador apelaría) sino porque la posibilidad de eliminar de la competencia política por razones legales sólo en apariencia implicaría un grave retroceso en nuestro país.
Al proponer esa enmienda (que legisladores de su partido deberían formalizar como iniciativa de reforma constitucional) López Obrador ofreció una solución jurídica a su propio caso, que obviamente lo beneficiaría pero también daría rendimientos a quienes pugnan por su desafuero y a quienes acarician la idea de aprovecharlo.
Ha cundido la certidumbre de que el eventual proceso al jefe de Gobierno tiene no el propósito de castigar su presunta violación a un mandamiento judicial, sino el de inhabilitarlo para la contienda presidencial de 2006.
Y ha cundido también el rechazo a semejante fórmula de exclusión: que nos ganen en las urnas, ha dicho López Obrador y a esa expresión se ha sumado una importante porción de la sociedad, más amplia aún que la formada por quienes ven en su candidatura un rayo de esperanza (cuya dimensión es grande también, si se juzga por las encuestas de intención de voto).
Una elección de la que López Obrador quedara excluido sólo a causa de un auto de formal prisión sería más un germen de discordia que instrumento para la integración del poder. Y a pesar de todo así parecen entenderlo cada vez más quienes quisieron poner en un brete al jefe de Gobierno y lo consiguieron pero quedaron presos en él también. Varias veces, en consecuencia y de diversos modos, se ha buscado recular en la intención de desaforar. O se ha resuelto socarronamente dejar que el tiempo pase sin que la Cámara de Diputados se manifieste, a fin de que no paguen el enorme costo político que tal maniobra supone quienes voten por el desafuero.
La enmienda al 38 permitiría cumplir, si la hubiera, la intención de hacer respetar la Ley sin eliminar a un contendiente vigoroso. No se crea que esa enmienda sería un favor al jefe de Gobierno. También podría aprovechar a Santiago Creel. Aunque es remota, no está cancelada la eventual acción penal por haberse excedido en el gasto de su campaña de 2000.