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¡Qué risa! todos lloraban

Adela Celorio

Si vayamos a donde vayamos, siempre nos

dirigimos hacia la muerte, ¿para qué correr?

?No quiero que nadie haga negocio con mi cadáver. Es mi voluntad que me velen en la sala de esta casa que yo mismo construí. Desde mi cajón quiero escuchar las risas y los juegos de mis nietos y el agradecimiento de mis hijos a Dios por haberme permitido permanecer sobre la tierra más de ochenta años?.

Rosarios en mano, vestidas de negro y arrodilladas frente al ataúd, las mujeres de la familia desgranaban cansonas Ave Marías. Por irrefutables leyes de obediencia, los niños debíamos permanecer contritos y silenciosos en la parte trasera del salón mientras en el pasillo los hombres fumaban con cara de circunstancias.

Suntuosos arreglos de azucenas y gladiolos blancos enmarcaban el ambiente funerario en el que mamá y mis tías se relevaban en la tarea de gemir lastimosamente imprimiendo solemnidad y tristeza al velorio del abuelo. De pronto, junto a mí, mi primo Pepito soltó un sonoro pedo que contra todos mis deseos me desabrochó la risa.

Reprimida al principio, imagino que por la misma represión se convirtió en marejada que arrastró con ella a toda la chiquillería. Entre más lo intentaba, menos podía detenerme, aquello era como si las reservas de risa de toda mi vida hubieran decidido consumirse en ese momento, en tanto que las tías cuervo sin aflojar la letanía, a pura miradota me condenaban al fuego eterno.

En la congoja total, mamá me miraba como pidiendo clemencia cuando de pronto, contagiada por la epidemia, ella empezó a reír también seguida por algunas de mis tías. Ya no supe más porque la mano de mi padre en mi oreja, me arrastró fuera del salón.

-¿Se puede saber qué es lo que te divierte tanto?- preguntó. Felizmente el asunto no llegó a tribunales porque también los señores, aunque discretamente, habían empezado a reír. No me siento orgullosa de aquella hazaña pero llegado el momento, me gustaría que en vez de lágrimas, todos aquellos que he amado se desternillaran de risa alrededor de mi ataúd.

Tampoco creo que al abuelo le haya molestado mi impertinencia dado que era un viejo muy sabio. ?No quiero que nadie haga negocio con mi cadáver. Es mi voluntad que me velen en la sala de esta casa que yo mismo construí. Desde mi cajón quiero escuchar las risas y los juegos de mis nietos y el agradecimiento de mis hijos a Dios por haberme permitido permanecer sobre la tierra más de ochenta años?.

Eso quiso mi abuelo y así se hizo. Yo por mi parte a la hora de mi muerte lloraré. Lloro ya, por el tiempo que he perdido. Por cada aventura que no me he atrevido a emprender, por los besos y los abrazos que no he dado, por las islas y los mares que mis ojos no han visto. Y ahora, para liquidar totalmente el tema de los difuntos, vaya este fragmento de Jaime Sabines: ?Otros vendrán/ verán lo que no vimos/ yo ya ni sé/ con la sombra hasta los codos/ por qué nacemos/ para qué vivimos? adelace@avantel.net

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