Pasado el duelo temprano por la pérdida de Juan Pablo II y la expectación por la elección de Joseph Ratzinger como el nuevo Papa, Benedicto XVI, es tiempo de retomar el diálogo sobre el destino de los seres humanos, particularmente los Cristianos Católicos, en este siglo XXI, que se ha caracterizado, entre otras cosas, por la manifestación de lo que los teólogos y cristólogos han dado en llamar “el ateísmo práctico”.
Ese “ateísmo práctico”, basado en la “superficialidad”, ha ocupado el lugar del “ideológico”, palabra con la que definió el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a la actitud de poca reflexión, sin profundización, sobre la razón última de la vida, los usos y las costumbres de la sociedad posmoderna. Le recuerdo que esa organización de la Iglesia Católica, suplió al “Santo Oficio” anteriormente conocido como La Inquisición, de tan mala imagen, hecho que fue tomado como premonitorio por los detractores de Ratzinger, para amenazar al mundo, advirtiéndonos sobre la llegada de un líder espiritual que buscaría el radicalismo religioso.
Nadie puede negar que vivimos en una sociedad que sufre grandes y graves problemas, donde los grupos minoritarios, basándose en la fuerza no reflexiva, tratan de imponer sus ideas y formas de vida a las mayorías, que a su vez viven sometidas por el “complejo de culpa histórica social”. El ejemplo clásico es el del feminismo; tanto maltratamos a las mujeres, que ahora y con razón buscan su igual reconocimiento ante los hombres, su justa ubicación en el mundo actual y los mismos derechos, realidad que algunas, patológicamente resentidas, manipulan haciendo mal uso del sentimiento de “responsabilidad culposa” que tenemos sobre tal injusticia.
Lo mismo sucede con la homosexualidad, cuyos integrantes se han lanzado a las calles exigiendo el reconocimiento de su derecho “a ser”, atropellando a las mayorías y sus intereses. Tanto así es la extremosa lucha social, que ahora tratan de imponer el poder vestirse como les venga en gana, incluso transitar en la vía pública con ropajes del sexo contrario, sin pensar en la confusión creada entre los infantes, la sorpresa de los adultos y el fraude que cometen contra algunos, los más desubicados y desvelados aventureros enamorados.
Esas exigencias son en sí mismas nuevos intentos de injusticia, atropellamiento que ahora se comete contra los derechos de los demás, que por si fuera poco son los más numerosos.
En una entrevista concedida por el Cardenal Ratzinger, en el año 2001, decía que “la raíz de todos los problemas es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de la percepción de la verdad... Primero es el orgullo, que motiva al hombre a emular a Dios, a creerse capaz de entender los problemas del mundo y construirlo de nuevo”, palabras que sin duda requieren de un alto grado en la lectura para reflexionar a fondo.
Sin duda que él tomó en cuenta otra sentencia, dada por Pío XII que dijo: “el gran pecado del mundo contemporáneo es haber perdido la noción de pecado”.
Desde luego que ese mundo “de la superficialidad” es el que aporta al rompimiento con estructuras sociales básicas, como la familia. Es a través de la soledad, como las personas pueden ser influidas y ganadas para el mundo de lo individual, donde la atención a las necesidades de la sensualidad –las vividas sólo por los sentidos corporales- están muy por encima de las espirituales y afectivas. El consumismo –adquirir, usar, gastar y desechar– es una de sus manifestaciones, que de paso son motores que generan productividad y economía deshumanizante.
Esa misma superficialidad, aplicada al campo de la intelectualidad, fue denunciada por el entonces cardenal Ratzinger que dijo: “prescindir de la cuestión de la verdad también liquida la norma ética. Si no sabemos lo que es la verdad, tampoco podremos saber lo que está bien... el bien es reemplazado por lo mejor...” El mismo Juan Pablo II se lamentó diciendo “la cultura contemporánea está, en gran proporción, siguiendo la ilusión de un humanismo sin Dios”.
Esa ausencia de Dios, la falta de atención a la necesidades humanas de creer, de adherirse al ser superior –tener fe– ha sido atacada por los promotores de la explotación humana, floreciendo el consumismo del individuo, que con base a satisfacer sus necesidades simplemente corporales ha caído en las garras de los explotadores; afortunadamente existen algunas evidencias de que esa sensación se está transformando en una “nostalgia por Dios”, que lleva a los seres humanos a buscar la razón trascendente, aunque en el camino algunos se distraigan con teorías esotéricas y mágicas. Para ejemplo le comparto un sólo dato: las estadísticas sociales en Milán, Italia, dicen que tienen a 3000 sacerdotes registrados y en contraparte 4000 magos, hechiceros y otro tipo de embaucadores.
El decaimiento del comunismo dio la gran oportunidad al capitalismo, que sin perder tiempo ha dedicado sus esfuerzos a fortalecerse ofreciendo la satisfacción humana en términos de adquisición de bienes materiales y deseos sensuales, además, haciendo renacer un neoliberalismo extremo, que ha dado origen a grandes diferencias y hasta guerras que enfrentan a distintas culturas y conflictos entre sociedades de organización aparentemente demócrata. A esas distorsiones sobre la interpretación de las formas dignas de vivir son a las que ahora, sin duda, confrontará Benedicto XVI.
Ser altamente combativo fue una particularidad de su juventud, incluso se sabe de su incursión intelectual en el campo de la Teología de la Liberación, a la que ahora desautoriza; también conocemos su insistencia en la propagación del catolicismo como forma de vida cristiana única valedera, postura que despertó suspicacia entre otros grupos religiosos, incluidos los judaicos, a quienes ya ha recibido y atendido en el Vaticano, aclarándoles su ideología como Papa.
Habrá que ver la actitud que adoptará ante otros temas, como el del celibato sacerdotal, que parece ser inamovible en el rito católico romano y la participación de la mujer en el oficio, la que por cierto ha ido ganando terreno, poco a poco, aunque aún no llegue a ser sacerdotisa.
Hay buenas pistas al respecto, en sus discursos dictados en el proceso de elección y como Papa recién nombrado, especialmente en lo enunciado en su primera misa: “no necesito presentar un programa de gobierno... lo he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril”. Cuando revisamos ese texto, leemos que les habló a los cardenales en la Capilla Sixtina haciendo claras alusiones a los propósitos de su pontificado; les dijo: “Juan Pablo II deja una Iglesia más valiente, más libre. Más joven... que mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro”. En relación a otras religiones declara: “me dirijo a todos con sencillez y cariño para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del ser humano y la sociedad”. Y más adelante insiste: “no escatimaré esfuerzos y sacrificios para proseguir el prometedor diálogo... para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones para un futuro mejor para todos”. Por último, a los jóvenes les anuncia la continuidad en su especial atención y advierte: “dirijo mi afectuoso abrazo en espera, si Dios quiere, de encontrarme con ellos en Colonia, con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Juventud”.
Como puede apreciar, estamos viendo una política de continuidad de la Santa Sede, que derrumba todas aquellas profecías de desastre y represión, las que de una vez por todas deberán ser desacreditadas por infundadas. Le invito a que reflexionemos sobre el fin último de Benedicto XVI, que seguramente es, como él lo dijo “buscar formas del verdadero bien del ser humano y la sociedad”
ydarwich@ual.mx