Nunca lo olvidaré...
Fue el amanecer de un 27 de febrero... Pronto se cumplirán cuatro décadas.
Feliz y orgulloso le mostré a mi padre, mi primogénita... Su primera nieta.
Su gesto siempre adusto, apenas sí dibujó una leve sonrisa y me dijo:
Ahora es cuando verdaderamente principia tu gran misión, que es un eterno apostolado que heredamos con la vida y que ha de terminar con la misma existencia. Pues sólo cuando desaparecemos de este mundo, es cuando finaliza esa misión. Esta misión comprende desde todos los cuidados, alimentación, vestido, medicinas, educación y formar ese ser dentro de las más estrictas normas de la moralidad, para que después él siga esa interminable cadena de la vida.
En ese entonces, por mi juventud y la euforia que experimentaba, esas sabias palabras, las escuché sin ponerles su debida atención y pasaron como puede pasar una leve brisa.
Ahora que los años nos han llenado de experiencia, vemos que en verdad, qué difícil es educar un hijo. Sobre todo, olvidarse de los devaneos como primer paso nos exige una integridad moral sin tacha.
Esa educación, que se mama en casa, tomará la forma en que la modelemos. Es como el agua... que toma el perfil del recipiente en que se coloca.
Los padres somos el espejo en que se reflejará la buena o mala educación de la familia. Los hijos siempre tratan de imitar a los padres, hasta en lo más mínimo y pocos son los que se apartan de esta singularidad.
Al hijo hay que mimarlo y acariciarlo y estar a su lado el mayor tiempo posible. Estar en constante comunicación y siempre respondiendo a sus preguntas y darle solución a los descubrimientos que haya de esta vida. Mostrémosles la ruta por donde han de transitar, que sientan orgullo de sus padres y que esa misma educación la transmitan a los suyos, no olvidemos que siempre... SEREMOS EL ESPEJO DEL ALMA.
TLALPAN, D.F. 2004