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Rigidez

Federico Reyes Heroles

Lisboa.- México es un país prisionero de una idea: la revolución. Se trata de un acto único, de transformación radical, profunda que conduce a una nueva etapa de florecimiento, de esplendor sin precedente. No sabemos muy bien en qué consiste; tampoco sabemos cómo procurarla pero, eso si, estamos convencidos de que es la única salida. No es casual que en pleno siglo XXI dos partidos nacionales lleven en sus siglas la expresión revolución. Tampoco es casual que el neozapatismo o el propio foxismo aludan incansables a actos fundacionales. La intención pareciera una: parir, por generación espontánea, un nuevo México.

El problema es que, por andar persiguiendo a ese fantasma, la revolución, hemos descuidado los asuntos terrenales. Ya lo advertía ese sabio difícil que fue Don Edmundo O’Gorman, dejemos la revolución, mejor hablemos de la evolución. Pocos asuntos delatadores de nuestra obsesión revolucionaria como el tratamiento que le hemos dado a la justicia. Por andar buscando la gran medida justiciera hemos ignorado las verdaderas herramientas de justicia, una de las principales, el trabajo. México, el revolucionario, el justiciero, inicia el siglo XXI con uno de los índices de injusticia más feroces del Continente Americano y en buena posición para competir por una de las peores calificaciones en el mundo. Parte de la explicación se encuentra en nuestras resistencias a aceptar e impulsar los cambios que el mundo impone. Aflora así un México profundamente conservador del cual no hablamos, quizá porque creemos que aquí todos, por decreto, somos revolucionarios. Revisemos el trabajo.

“Esta es la historia de unos campesinos que hicieron una revolución para que nada cambiara” es la conocida primera sentencia de John Womack en su libro sobre Zapata. El siglo XX lo iniciamos convencidos de que la vocación verdadera de los mexicanos era trabajar el campo, ser campesinos. Ya andábamos medio despistados en nuestros paradigmas. La primera y segunda revoluciones industriales habían mostrado el gran potencial de la industria para generar mayor riqueza y ofrecer empleo. De hecho Francia, Inglaterra y en parte Alemania ya habían vivido las grandes migraciones campo-ciudad y la aparición, con gran fuerza, del sector secundario de la economía.

Ese fue el sustento teórico del marxismo para imaginarse un proletariado siempre creciente hasta convertirse indefectiblemente en la clase mayoritaria. De hecho el paradigma marxista ya estaba llegando a sus límites, aunque todavía no se le descubrieran. Esa fue la gran sorpresa del siglo XX, el proletariado tradicional, el trabajador de “cuello azul” llegó a ocupar un tercio de la PEA, pero después empezó a decrecer. En los años cuarenta México seguía empecinado en la ampliación de su campesinado a través de una irracional repartición de tierras.

Esa acción debía compatibilizarse con las reivindicaciones laborales típicas. Fue la etapa del surgimiento de las grandes centrales obreras. Repartir tierras aunque no tuvieran vocación agrícola y la defensa del salario y el empleo estable a cualquier costo eran la avanzada doctrinal. La primera medida nos condujo a la terca preservación de millones de familias que dependían de un campo pobre. Durante décadas la migración a las ciudades fue vista como un dolor de cabeza y no como lo que en realidad era: una liberación. Los degradados intereses políticos tuvieron mucho que ver en ello.

Las otras banderas, las laborales, tuvieron efectos muy contradictorios. Se fortalecieron los interlocutores, sindicatos y centrales, y con ellos aparecieron grandes instituciones de atención como el IMSS o el INFONAVIT. La parte negativa consistió en la defensa de un salario alto por sí mismo, dogmatismo que nos cegó frente a la verdadera llave en la generación de riqueza que es la productividad.

Pero el mundo se volvió aún más complejo e interesante. Los servicios se convirtieron en la gran fuente de empleo y dentro de los servicios las telecomunicaciones fueron la gran sorpresa. Con la globalización las empresas del sector manufacturero que salieron airosas fueron sólo aquellas que incrementaron su productividad, con frecuencia a costa del empleo: menos empleos, mayor productividad, ya había ocurrido con la agricultura un siglo antes.

Este nuevo mundo impuso una condición insalvable: la velocidad. Las empresas tienen que detectar, con gran rapidez, las modalidades del mercado, mejorar sus productos para poder competir o, sin entercarse, entrar en otro giro. Hoy en día un empresario que no está dispuesto a esa movilidad, está condenado. Pero exactamente lo mismo vale para los trabajadores.

Según datos de la OCDE un obrero típico de la primera mitad del siglo XX cambiaba de empleo en promedio dos y media veces a lo largo de toda su vida. Hoy rozamos los 20 cambios. Por eso los sindicatos de avanzada en el mundo ya no defienden la estabilidad de un empleo en una planta. Hoy operan más como una gran bolsa de trabajo. Los fondos de pensiones son su nuevo instrumento político.

Esta aceleración en los giros de las empresas y en los cambios de empleo tiene un gran enemigo: la rigidez en las contrataciones y en las cancelaciones de empleos. Tanto para las empresas como para los trabajadores la rigidez es un terrible lastre que les impide llegar a tiempo a su nueva cita. ¿Supone esto la cancelación de las reivindicaciones laborales? No, para nada. Supone, eso sí, comprender que hoy los objetivos son otros: el principal para ambos, empresa y trabajadores, es andar ligeros. Para las empresas el reto es una gran capacidad de reacción e innovación tecnológica. Para los trabajadores tener un abanico más amplio de habilidades y capacidades. Para los sindicatos y organizaciones laborales, acabar con burocracias costosas y reinventarse.

En este siglo el nuevo amo es la productividad y el gran enemigo la rigidez en el empleo. En esto, de acuerdo al Banco Mundial, México sale particularmente mal calificado: lugar 120 de 145 en dificultades para contratar y lugar 142 de 145 en dificultades para despedir. Esta es quizá una de las peores calificaciones globales de México. Vamos, ni en corrupción salimos tan mal. Lo paradójico del caso es que esta estrategia justiciera producto de la Revolución y plasmada en la Ley Federal del Trabajo, arroja unos resultados terribles: baja productividad y cayendo, altísimo desempleo y subempleo que ronda los 20 puntos, descrédito de los interlocutores y lo peor, una injusticia desgarradora.

Cuando se mira la historia de otras naciones que han arrinconado a la miseria y accedido al bienestar en muy poco tiempo, como Portugal o Irlanda, se pregunta uno si no será tiempo ya de que, siguiendo a O’Gorman, dejemos de perseguir revoluciones y atendamos mejor a la evolución de los asuntos terrenales.

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