Tres cintas totalmente diferentes componen una dura jornada en el festival español.
El País
MADRID, ESPAÑA.- No Estoy Aquí para ser Amado, La Vida Perra de Juanita Narboni y Abril Nevado, exhibidas ayer en la sección oficial, completan una vuelta de tuerca más en ese largo atornillar de mentes y espíritus que se suele llamar festival internacional de cine. Tres películas completamente distintas que permiten divagar sobre retos, aspiraciones y anhelos, a la vez que estimulan su valoración y el tratar de comprobar la distancia que puede haber entre el deseo y la realidad.
Stéphane Brizé presentó su No Estoy Aquí para ser Amado, una pequeña historia de amor, pequeña en cuanto a pretensiones pero excelente en cuanto a resultados. Dos personajes anodinos en la mitad de sus anodinas y conformistas vidas, en las que surge una sutil atracción, el comienzo de un suave, tímido y delicado amor. Se conocen en una academia de baile especializada en tangos, pero nada en ellos revela la gran pasión que, presumiblemente, debería potenciar tan señalado y omnipresente ambiente musical.
Él (Patrick Chesnais), a sus 55 años, está de vuelta de casi todo: es consciente de que su vida es rutinaria y gris. Guarda un nefasto recuerdo de su ex mujer, sabe que su apocado hijo es un desconocido, que su gruñón padre es insoportable y que su destino no difiere en nada de lo que le rodea. Ella (Anne Consigny), ha sobrepasado los 40, trabaja en un instituto y prepara su tardía boda aceptando los convencionalismos del ritual. Convive desde hace tiempo con su novio, un profesor de instituto al que sólo le preocupa conseguir iniciar una novela con la que, naturalmente, va a conmover lo establecido y al que no consigue convencer para que comparta con ella las clases de tango.
Lo sorprendente de éste filme es que su joven realizador y coguionista muestra una madurez y unos objetivos narrativos impropios de quien firma su segundo largometraje. Sabe lo que quiere y lo describe con una coherencia redonda. Una mínima historia de amor en la que los silencios, los gestos, los detalles, la música y el movimiento de la cámara nos remite a alguien que domina su profesión.
Stéphane Brizé, como su protagonista, parece estar de vuelta de muchas cosas, de casi todo, y, sin embargo, ese descreimiento redunda en favor de valorar lo esencial. El alejarse de las ruedas de molino permite comulgar con las pequeñas cosas de la vida, identificarse con los placeres que quedan en la última de las muñecas rusas, la que pese a su tamaño ya no puede ser despojada de ningún engaño.