Por una paradoja del sistema electoral chileno, la candidata de la Convergencia por la democracia, Michelle Bachelet, que obtuvo cerca del 46 por ciento de los votos, ha quedado en igualdad formal con Sebastián Piñera, un aspirante de última hora a la Presidencia de la República de Chile que alcanzó veinte puntos menos que la aspirante socialista y puede, en la segunda vuelta, hacerse del poder Ejecutivo, porque el segundo turno electoral puede equivaler a un “volado”, en donde el azar determina si la moneda muestra, cuando ha caído, el águila o el sol.
El ballotage, como se llama a este sistema en obvia evocación de su origen francés, tiende a evitar que en un sistema multipartidista llegue a la Presidencia de la República un candidato con escaso apoyo ciudadano y por ende con angostos márgenes de legitimidad y de negociación. Por ejemplo, en la última elección venezolana, previa a la irrupción de Hugo Chávez en la escena institucional, Rafael Caldera, que ya había sido presidente durante la vigencia de un mecanismo bipartidista (momento en el que, por lo mismo, contó con un fuerte asentimiento ciudadano) fue elegido de nuevo, en 1993, con sólo el 28 por ciento de los votos. Peor aún fue el caso, debido a la malignidad del ex presidente Menem, del actual presidente argentino, Néstor Kirchner, que en un ambiente de gran fragmentación partidaria llegó apenas al 22 por ciento de los votos y, sin embargo, quedó listo para participar contra Menem en la segunda vuelta. Siendo claro que los ciudadanos votarían en su contra -no sólo porque Kirchner les parecía, en esas condiciones, una mejor opción en sí mismo, sino porque había dejado muchas deudas pendientes- Menem cometió un atentado con que él creyó dinamitar esa elección y aun el sistema político: se retiró de la contienda, en que debía disputar la Presidencia con el antiguo gobernador de Santa Cruz, en el sur argentino. Pero se llevó un chasco, porque con su magra representatividad Kirchner quedó ungido presidente y ha tenido la sagacidad y el valor suficientes para sacar adelante a su país, cuya viabilidad había quedado en cuestión.
En Chile es reciente la práctica de la segunda vuelta, instituida apenas en la Constitución de 1980, que preparó el desmantelamiento de la dictadura militar con fuertes garantías para Pinochet y las fuerzas armadas, y que sólo hace algunos meses fue podada de las ventajas que ofreció a los déspotas que asaltaron el poder en 1973. El ballotage fue establecido para impedir gestos de gran dignidad como el de Radomiro Tómic, candidato democristiano derrotado por el socialista Salvador Allende en la elección de 1970. En situaciones como la planteada entonces, el Congreso tenía capacidad para elegir entre los dos candidatos más votados, ninguno de los cuales contaba con la mayoría absoluta (como puede ocurrir el próximo domingo en Bolivia, si Evo Morales y Jorge Quiroga quedan en manos de los parlamentarios en el caso, muy probable, de que no alcancen ese tipo de apoyo ciudadano previsto por la Constitución). Tomic rehusó escuchar el canto de las sirenas que le proponía dejarse elegir para evitar el arribo de Allende y demandó, al contrario, la designación del candidato mejor situado ante las urnas, que no era él sino su adversario socialista.
El mecanismo actual deja ahora en igualdad de circunstancias a Bachelet y a Piñera. Éste parece haber tenido éxito en su estrategia de ofrecer una alternativa a los votantes del centro a los que incomoda la posición de una mujer libre y moderna como la ex ministra de salud y de la defensa, incapaz de someter su figura a los afeites que la propaganda haría aparecer como atributos. Es decir, no sólo ha rehusado ocultar su verdadero talante -el de una mujer separada, después de dos matrimonios, con hijos, en consecuencia, que ostentan diferente apellido paterno, y que es agnóstica y socialista, sino que se negó a caer en la trampa de la mercadotecnia permitiendo que su familia (su madre y sus dos hijas, así como su hijo varón) figurara en la escena como si la propaganda debiera servir no sólo hacer elegir a la candidata sino también a su parentela. Piñera, en cambio, hizo aparecer a su esposa en todo momento, como si se tratara de elegir a la pareja presidencial, con el propósito de atraer el voto de las familias.
Piñera, que hace menos de dos semanas cumplió 56 años de edad, ha tratado de reflejar en su búsqueda del voto su propia ambigüedad, pues durante su vida adulta ha oscilado entre dos modos de estar en la derecha, ya sea militando en Renovación Nacional, el partido pinochetista que finalmente lo hizo su candidato, o en el sector más conservador de la Democracia Cristiana, en el que nació y con el que ha mantenido vinculaciones. Su padre fue embajador designado por el primer Eduardo Frei, hace cuarenta años, tenido por el tradicionalismo de su país como el Kerensky chileno sólo porque a la par que su amigo Tomic se negó a operar mecanismos que impidieran a Allende ascender el poder ganado por mayoría (así fuera exigua) en las urnas. El ahora vistoso candidato optó electoralmente por una de las dos salidas pinochetistas, la de RN, que lo hizo senador en la primera elección después de la dictadura.
Pero Piñera, que ha apelado a la desmemoria de los chilenos al reaparecer en la escena pública, abandonó esa Cámara cuando fue descubierto en maniobras empresariales que lo impulsaron hasta tener en sus manos, ahora, el control de algunas de las compañías más poderosas de su país.