Quedó claro desde su origen, hace tres meses, que la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad, a la que la propaganda llama TLC-plus, surgía de la imperiosa necesidad norteamericana de resguardar sus fronteras, principalmente contra el terrorismo pero también respecto de otras formas de criminalidad. Así quedó confirmado en la reunión ministerial de esa alianza realizada anteayer en Ottawa. Versiones periodísticas ponen en boca del secretario de Seguridad Interior de Estados Unidos, Michael Chertoff una afirmación perentoria sobre el auge delincuencial en ciudades como Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros, que preocupa especialmente al Gobierno de Washington: “si no hay una operación de cumplimiento de la Ley por la parte mexicana, nosotros tomaremos medidas” (El Financiero, 27 de junio).
Si esas palabras fueron fielmente captadas y si no resultan de la improvisación (pues podrían ser sólo una contestación apresurada a un interrogatorio periodístico), hemos de suponer que el malestar norteamericano sobre la violencia fronteriza va en ascenso. En sendas cartas, remitidas al Gobierno mexicano en marzo y junio, el embajador Antonio O. Garza ofrecía asistencia de su país al nuestro para enfrentar la violencia criminal. Todavía en su carta de noticias del viernes pasado el representante norteamericano insistía sobre el tema y el enfoque:
“...hace unas cuantas semanas pedí al Departamento de Estado que siguiera la vigencia de un anuncio público con respecto a la violencia que continúa en la región fronteriza. Esta violencia, en que se incluye el reciente asesinato del director de seguridad pública en Nuevo Laredo, Alejandro Domínguez Coello y otros eventos que atañen a ciudadanos de Estados Unidos, sigue siendo de interés prioritario para los dirigentes estatales y municipales de ambos lados de la frontera. Aunque nos alientan los esfuerzos como los de la Operación México Seguro, también sabemos que la erradicación del narcotráfico y de la corrupción que éste conlleva no va a suceder de la noche a la mañana. He asegurado a funcionarios mexicanos que estamos prestos y dispuestos a compartir la responsabilidad en cuanto a la seguridad en la región, ya sea mediante el intercambio de información o a través de asistencia a las agencias mexicanas a cargo de la aplicación de la Ley”.
La expresión atribuida a Chertoff va más allá de la disposición mostrada por el embajador Garza. Manifiesta una preocupación creciente que puede conducir a Estados Unidos a tomar sus propias medidas en un asunto formalmente ajeno o, cuando más de carácter bilateral. Y eso que Chertoff probablemente no estaba al tanto del probable significado del hallazgo de tres casas de seguridad en Nuevo Laredo y la captura de medio centenar de personas, en condición incierta la mayor parte de ellas.
Todo el episodio está rodeado de confusión. El sub secretario Rafael Ríos, de la Secretaría de Seguridad Pública (de que depende la Policía Federal Preventiva, miembros de la cual participaron en la operación) dijo que una persona a la que en un retén de las fuerzas federales que actúan en aquella ciudad fronteriza encontró armada, encaminó a esas autoridades hacia las casas de seguridad. La PGR, por su parte, atribuye a “una denuncia ciudadana” el comienzo de la investigación. Se conjetura una tercera posibilidad: que el aseguramiento de una carga de cocaína escondida en un contenedor en Veracruz arrojó información subsidiaria que condujo al hallazgo de la cárcel privada que durante mucho tiempo ha funcionado en Nuevo Laredo.
Y es que las personas retenidas contra su voluntad en esas casas no habían sido en rigor secuestradas, es decir no se pedía dinero por su rescate. Aunque algunas habían sido levantadas (como se denomina en la jerga del hampa la detención ilegal y forzada, pro agentes policiacos o por bandoleros) hace más de tres meses, nadie denunció su desaparición, acaso por saberse que las víctimas habían caído en uno de los avatares propios de su oficio, en una suerte de riesgo profesional de su ocupación.
Los detenidos hallados por fuerzas federales (Ejército, PFP y AFI) no estaban secuestrados sino presos, cautivos, por causas que hasta el momento de escribir estas líneas no se habían confirmado, pero que evidencian el grado de organización de la lucha entre mafias en aquella ciudad. Las víctimas revelaron haber sido capturadas por agentes municipales o por personas que, según el boletín de la PGR “se hacían pasar como elementos de la policía ministerial, de la Policía Federal Preventiva (PFP), del Grupo Aerotransportado de Fuerzas Especiales del Ejército mexicano y de la Agencia Federal de Investigación (AFI) argumentando que realizaban investigaciones sobre la muerte de un policía”.
Agentes policiacos, reales o fingidos, están en el centro del fenómeno por el cual la delincuencia domina la escena en aquella ciudad fronteriza. Acaso por ello policías municipales atacaron a balazos a miembros de la AFI que llegaban hace dos semanas a indagar la muerte del jefe policiaco asesinado horas después de su nombramiento, que denotaba la gravedad de la situación pues él no era policía profesional. La vulnerabilidad de los cuerpos policíacos tiene que ser atendida como primera prioridad en los programas de seguridad fronteriza. A menos que nos resignemos a que se establezca en la región una suerte de protectorado que sea capaz de enfrentar a los clanes delincuenciales que combaten entre sí en Nuevo Laredo.