Desde hace días hay una pregunta que ronda por mi mente: ¿Qué significa ser candidato?
Son tiempos electorales y no me extraña que una pregunta así vuelva, una y otra vez, a mí.
Debo admitir que no es la primera vez que me sucede. Hace más de diez años me formulé esa pregunta muy seriamente, cuando tuve la oportunidad de ser candidato a una diputación local.
Pero ahora, vuelvo al tema por las razones ya mencionadas, pues el proceso electoral inició formalmente en Coahuila justo el pasado quince del presente mes.
Pero además, por toda la geografía coahuilense se escuchan nombres de precandidatos y en todos los partidos las luchas intestinas se presentan especialmente enconadas, sea por las ambiciones desbordadas, sea por los intereses encontrados. Pero en todos se perciben confrontaciones que nos hacen pensar que muchos de los aspirantes a cargos de elección popular ignoran lo que es ser un candidato.
Esto es común, cuando el “político” tiene una corta visión de objetivos y un gran deseo de poder. La búsqueda del poder por el poder mismo irremediablemente envilece aún antes de conseguirlo. Después, si se logra alcanzar, digamos que sólo acaba por aniquilar a la persona.
Así sucede cuando se concibe el poder como un fin en sí mismo y no como un medio para servir a los demás.
Pero, volvamos a la pregunta original: ¿Qué significa ser candidato?
Conviene, primero, recurrir a una explicación doctrinal.
De acuerdo con la historia de las palabras, “candidato procede del latín candidatus (el que viste de blanco), derivado del verbo candere (ser blanco, brillar intensamente), voz con la que se designaba en Roma a quienes se presentaban como aspirantes a cargos públicos. En el ritual político romano, los candidatos debían cambiar su habitual toga por una túnica blanca (cándida) con la que se exhibían públicamente para manifestar la pureza y honradez que cabe esperar de los hombres públicos”.
De primera intención, usted pensará que en estos tiempos es mucho pedir de un candidato que sea puro y honrado; aunque éste segundo atributo no puede ser discutido y debe poseerlo quien aspira a un cargo público. Porque la deshonestidad es algo que el pueblo repudia en mayor grado y con justa razón.
El otro, la pureza, no solamente se refiere a una conducta intachable, pues es difícil a veces escudriñar en el pasado de los hombres públicos y en otras, hay aspectos que se mantienen sólo en el ámbito de la vida privada y ahí deben permanecer.
Si bien el desempeño pulcro de un cargo público anterior tiene qué ver con este atributo de pureza, resulta evidente que también es algo que mira al futuro, a las intenciones que una persona tiene al aspirar a un cargo público, al buscar ser un candidato.
Quien no se ha desempeñado bien una vez, lo previsible es que falle de nuevo. Raro es el político que aprende del pasado, reconoce sus errores y se esfuerza por corregir sus fallas y responder a la confianza que se deposita en él de nueva cuenta.
¿Cuántos de los que aspiran abiertamente a un cargo de elección popular pueden, en este momento, vestir ante el pueblo, aunque sea en forma imaginativa, una túnica blanca?
¿Cuántos más pueden válidamente apelar a que sus antecedentes en el servicio público hablen por sí mismos sin necesidad de que sean ellos los que hagan ostentación de sus logros en los cargos que han ocupado?
Cuando un político, un servidor público, se ha esforzado por desempeñarse recta y honestamente en los cargos que ha ocupado, el pueblo se lo reconoce sin necesidad de que él lo diga o lo traiga a colación.
Pero cuando no es así, el político tiene que hacer referencia a esos logros, que por lo común no lo son.
Por eso, el político ordinario tiene que hablar de sí mismo con el serio riesgo de ganarse el repudio de los electores. De mostrarse petulante, soberbio, y provocar entre el pueblo el efecto contrario al que pretende.
El otro aspecto que involucra la pureza es que el candidato debe tener objetivos valiosos.
Cuando se busca el poder por el poder mismo, se carece en realidad de objetivos valiosos. Y eso lo advierte el pueblo.
Alguna vez le oí decir a Felipe González, el ex primer ministro español, que un candidato que tarda más de diez minutos en exponer sus objetivos en realidad carece de ellos.
Porque un candidato a un cargo de elección popular debe tener objetivos muy concretos y desde luego viables. Cuando esto es así, no se requiere de mucho tiempo para explicar cuáles son esos objetivos y cómo se pueden materializar.
Los detalles son materia de un plan bien detallado. Pero los planes se elaboran desde el Gobierno, por expertos en los temas que forman parte de ellos. El pueblo, el elector común, sólo le pide a un candidato que le diga qué va a hacer y cómo lo va a hacer, si acaso llega a ocupar el cargo al que aspira.
En consecuencia, los objetivos tienen que ser muy concretos, expuestos en palabras sencillas, comprensibles para todos los electores, y posibles de realizar.
Porque además de lo anterior, cualquiera que aspire a un cargo público tiene que estar consciente que, en las condiciones actuales, el pueblo está harto de que los contendientes hablen un lenguaje críptico y pretendan fincar su eventual triunfo en los ataques que lancen a sus adversarios.
Hoy más que nunca es urgente reivindicar y dignificar la política.
¿Cuántos de los actuales precandidatos a cargos de elección popular estarían dispuestos a vestir la túnica blanca con que los antiguos romanos se mostraban ante el pueblo?