Eran las diez de la mañana del 24 de diciembre. Doña Juanita abrió la ventana de su casa, una casa de un cuarto, cocina y baño, se asomó por ella y vio pasar a su vecina, a la que muchas molestias le daba, pues con sus achaques, reumas y dolencias le era difícil sostenerse por sí sola.
Su vecina muy amable volteó y le saludó y con un gesto muy cordial y una sonrisa en sus labios, le dijo en voz alta: ?Doña Juanita, que tenga usted una feliz Navidad?, su vecina partía a la casa de su hijo temprano para preparar lo que cenarían esa noche. Esas palabras le sonaron huecas y no por su vecina sino por su condición de enferma y soledad.
Pasó el día sin ninguna novedad, como siempre el viento frío de diciembre se colaba entre las muchas hendiduras de puertas y ventanas y cuyos raídos abrigos poco le daban calor, acentuando sus reumas.
La soledad le invitó a pasar ese día en la cama, sus hijos no la pasarían con ella, uno en la cárcel, no tenía las fuerzas ni el dinero para el camión para irlo a visitar, menos para llevarle un regalito, el otro se había ido de mojado y tenía meses de no saber de él, su hija vivía en otra ciudad trabajando en un restaurante bar que atendía a señores importantes, doña Juanita sabía a qué se dedicaba realmente.
En días pasados había cortado una rama de un árbol que adornó con una serie de focos que se encontró y que sólo encendía la mitad.
El día terminaba, el sol se metía en el horizonte, ella con dificultades se levantó y para distraerse un poco volvió a asomarse a la ventana que daba a la calle, una calle sin pavimento, ni banqueta, si alumbrado público. En el trayecto de su cama a la ventana tomó un pan que al morderlo parecía polvorón, se desmoronó de lo seco, y más seco se sintió cuando el frío aire pegó en su cara. Regresó a su cama, con secas lágrimas que saca la soledad, un profundo dolor en su corazón.
Pasadas las diez de la noche y entre el sueño que tenía y lo sordo que deja la soledad oyó que tocaron a su puerta, los golpes no los reconoció, además de que poco tocaban a su puerta. Con el miedo reflejado en su garganta alcanzó a sacar la pregunta de quién era.
Doña Juanita, somos sus vecinos, se escuchó una voz de jóvenes, una voz que tenía mucho de no escuchar.
Sentir alguien en su puerta le dio un poco de fuerzas y se levantó a abrir. Sorpresa grande se llevó, eran Rolando y Angelita. Aquellos niños, hoy todos unos jóvenes, hermanos ellos, que de chicos correteaban alrededor de su casa sin rejas ni barda y que cuando la pelota entraba a su cuarto ella se las regresaba junto con un chicle de esos Totito.
De haberlos visto levantar polvo por la calle con sus pies descalzos hoy traían zapatos, de tener como fotografía en su mente la cara de Rolando con la nariz roja y el moco verde saliendo hoy tenía un bigote delgado, de verle de niña su cabello cenizo embarañado Angelita hoy traía un pelo limpio y hecha una cola de caballo. Hasta hace pocas horas antes habían salido de trabajar de la maquila y les habían entregado el aguinaldo.
En el camino a su casa se cooperaron para comprarle en la segunda un saco que parecía abrigo, pero sobre todo se veía muy calientito. Cuando doña Juanita les abrió la puerta y vieron su sonrisa le colocaron el regalo en sus hombros.
Ella sintió que ese saco le quemaba, tenía mucho frío, pero no del aire sino de soledad y no le quemaba el saco sino el calor que sintió de ellos.
Sin preguntarle, Angelita la tomó de los hombros y con un gesto le pidió que los acompañara y Rolando entrecerró la puerta y caminaron a la casa de enseguida. La casa de ellos.
En la mesa estaba sentada María y don José, padres de Rolando y Angelita, en la mesa lucía como todo un pavo relleno un pollo rostizado, lo único que alcanzaron a comprar cuando salieron de la maquila.
Arriba de una cómoda había un pequeño nacimiento con figuras pequeñas sobre una cama de heno, sin focos, no habían tenido tiempo de comprar una serie de foquitos y mucho menos dinero, la avanzada diabetes de don José les absorbía muchos recursos y más que no podía trabajar ya.
Cuando doña Juanita se sentó, había una silla para ella en aquella mesa. El aire también se colaba por entre las puertas y ventanas de esa casa, pero no se sentía el frío, el calor de un hogar lo calentaba todo.
Al momento que doña Juanita se sentó el nacimiento mágicamente se iluminó, un gran destello salió del pesebre que alumbró todo el cuarto. A esa mesa había llegado la Navidad.