El día de mañana cumplirá sesenta años una señora muy conocida pero achacosa; de la que se espera demasiado pese a que pocos intiman con ella; y que se supone una muy prestigiosa dama aunque a cada rato la maltratan. Como ocurre con todo lo que lleva ya décadas funcionando sin muchos cambios, el aniversario sirve de oportunidad para cuestionarse qué hacer con una sexagenaria que se las ha ingeniado para mantenerse igualita… con todo lo que ello implica.
Efectivamente, la Organización de las Naciones Unidas cumple mañana sesenta años. Y quienes van a ver cómo apaga las velitas, se preguntan qué hacer para que los próximos cumpleaños no tengan un ambiente tan fúnebre. Y es que lo sexagenario a la ONU se le nota. A leguas. Y cada vez más.
Cuando se proclamó la creación de este organismo en San Francisco, el 24 de octubre de 1945, los cañones de la Segunda Guerra Mundial tenían menos de dos meses de haber sido silenciados. Ese gran conflicto va a ser la marca de origen de la ONU. Y por lo mismo, no podemos perder de vista las consideraciones que condujeron a su concepción, su nacimiento, y por qué las cosas quedaron como quedaron.
Primero que nada hay que considerar que la ONU formó parte del esfuerzo multilateral que realizó Estados Unidos, incluso antes que terminara la Segunda Guerra, para empezar a levantar el tiradero dejado por tan enorme conflagración, la más destructiva de la historia. Los norteamericanos en aquel entonces eran mucho más perceptivos que los actuales: vieron que el mundo de la posguerra iba a ser muy complejo, y se requerirían instituciones multinacionales para arreglar el desaguisado: Gran Bretaña estaba en la lona, Francia (momentáneamente) humillada, Rusia en ruinas, Alemania derrotada; y era imposible que EU pudiera solo con el paquete. Así que había que hacer “coperacha”, y buscar la colaboración de todos para el ordenamiento y la reconstrucción del mundo. Por ello la planeación de lo que luego sería la ONU empezó cuando la guerra aún no terminaba, y con participación de chicos y grandes. De hecho, no poca de la talacha inicial se hizo en Tlatelolco. Si la ONU nació en San Francisco, se puede decir que el Baby Shower fue en México.
Por supuesto, había que tener en cuenta los antecedentes. El organismo internacional “conservador de la paz” creado después de la Primera Guerra Mundial, la llamada Sociedad o Liga de las Naciones, había resultado prima hermana de la Carabina de Ambrosio: no había servido para maldita la cosa, y ello por dos razones: se había concebido en base a ideales muy elevados y de alta inspiración, pero por lo mismo muy poco prácticos; y el vencedor real de aquel conflicto, Estados Unidos, se había negado a formar parte de la Liga: el Senado americano, bastante rejego, alegó que su pertenencia estorbaría la soberanía de EU. Si el alegato les suena extraño, sería cuestión de ver los argumentos esgrimidos durante los primeros meses de 2003, cuando el mundo veía pasmado cómo Bush Jr. se encarreraba a tirarse un clavado en el berenjenal iraquí.
La cuestión es que la mentada Liga nunca funcionó: ni impidió las agresiones de los años treinta, ni mucho menos la Segunda Guerra Mundial. De hecho, murió de obsolescencia: no hubo ninguna ceremonia de disolución en Ginebra, porque ya no había delegados para realizarla cuando la tormenta estalló en septiembre de 1939.
Así pues, con esos amargos recuerdos, quienes construyeron el andamiaje de la ONU tuvieron algo muy en cuenta: el nuevo organismo debía hacer lo que se pudiera, no lo que se debiera. Pensar que los estados nacionales van a actuar en base a criterios éticos y poniendo los intereses de la Humanidad por encima de los propios resultaba no sólo ingenuo, sino fundamentalmente tonto. Y creer que los poderosos iban a igualarse voluntariamente con los débiles era un sueño de opio. Había que crear mecanismos que realmente funcionaran, basados en lo posible, no en lo ideal; en la vida real, no en excelsas pero inviables teorías.
Con esa óptica se entiende el porqué de la conformación y funcionamiento del Consejo de Seguridad: los miembros permanentes (con derecho a veto… aunque la palabreja no aparezca por ninguna parte en los documentos oficiales) son los vencedores de la Segunda Guerra, y las primeras cinco potencias nucleares: los que tenían la sartén por el mango, pues. De esa manera, los asuntos de seguridad mundial han de tener un mínimo de aquiescencia entre quienes más daño pueden hacer, y así evitar (en teoría) que los sartenazos se den indiscriminadamente. Se puede alegar que el arreglo ha funcionado: no ha habido una nueva guerra mundial, las potencias no se han agarrado de la greña, tres generaciones han crecido incluso bajo el nubarrón de la Guerra Fría sin un intercambio nuclear masivo (ni de ningún tipo).
Igualmente se puede argüir que el arreglo fue un fracaso: desde 1945 ha habido más de ciento veinte conflictos que pueden llamarse “guerras”, y la ONU ha sido incapaz de impedir o detener los más conspicuos. Más aún: ahora podemos ser testigos de atrocidad y media, en vivo y a todo color, vía CNN y otros medios metiches. Lo que ha aumentado considerablemente el desprestigio y la noción de que la ONU es incapaz de responder a las emergencias más dolorosas.
Parte de esa apreciación se debe a que mucha gente tiene una noción equivocada de lo que es Naciones Unidas. Aclaremos, por ello, los más frecuentes malos entendidos:
En primer lugar, no es un Gobierno mundial: si lo fuera, otro gallo cantaría. En segundo, no es un organismo plenamente democrático, y nunca fue planteado así: ahí está el Consejo de Seguridad por si había alguna duda. En tercero, no tiene un Ejército propio: cuando necesita Cascos Azules tiene que andar mendigando efectivos, y en ocasiones se las ve más duras para conseguirlos que un vendedor de boletos de pollocoa dominical.
En cuarto, sus medidas coercitivas no suele tener mucho impacto: los grandes se brincan las trancas con facilidad, y los chicos (bueno: los gobernantes de los países chicos) pueden tardar años en darse por enterados que están siendo castigados.
El ejemplo típico sería la serie de sanciones y embargos que operó sobre Irak entre 1991 y 2003: en ese lapso la población iraquí sufrió horrores por la escasez de alimentos, medicinas y refacciones… mientras Saddam se construía cuatro docenas de palacios con excusados de oro y otros detalles de Art-nacó. Y quinto, y ya chole, como toda institución solariega y blasonada, la ONU ha ido engordando con ingentes ejércitos de burócratas bien pagados que hacen muchas (o pocas) cosas inútiles; pero eso sí, en los seis idiomas oficiales (español, ruso, chino mandarín, inglés, francés y árabe). Nada más el Secretariado General tiene más de ocho mil achichincles. Hagan de cuenta una empresa paraestatal mexicana… e igual de ineficiente.
Habiendo revisado las principales limitaciones y vulnerabilidades de la ONU, comprenderé si está justamente indignado porque sus papás lo mandaron al kínder disfrazado de negrito o japonesito hace treinta años, y sigue sin perdonarlos.
Pero también habría que ver que la ONU en algunos aspectos ha sido relativamente eficaz. Millones de personas hoy están vivas gracias a la labor de la FAO, que se ha vuelto bastante eficiente en combatir los peores efectos de las hambrunas. Millones más han llevado vidas sanas gracias a las campañas de vacunación y sanidad de la OMS. La viruela ha sido erradicada de este planeta, y la polio y el gusano de Guinea (un parásito tropical) están a un pelo de ser simples recuerdos.
Quién sabe cuántos niños del Tercer Mundo saben leer gracias a la UNESCO, tienen leche en polvo por la UNICEF. Así pues, no hay que ser tan duros con los servidores del vetusto edificio de la Primera Avenida y Calle 42… el cual, por cierto, se ha estado goteando todo este otoño por las lluvias y la falta de mantenimiento. Toda una metáfora.
Por todo ello, de un tiempo a esta parte se ha planteado en muy diversos foros la necesidad de una reforma a fondo de la ONU. De hecho, uno de sus principales impulsores es el actual secretario general, el ghanés Kofi Annan. Sin embargo, lidiar al mismo tiempo con una burocracia internacional atrincherada, y con delegados de 198 países, cada uno velando por sus propios intereses, viene siendo titánica tarea de romanos, y es poco lo que se ha avanzado.
Algunas propuestas son sensatas, otras alucinantes. Hay quienes desean ampliar el Consejo de Seguridad a 25 miembros, como si eso fuera a hacerlo más efectivo. Japón y Alemania (los derrotados de hace sesenta años) quieren su asiento permanente. Lo mismo Brasil y Argentina, que se pelean como Madrazo y Montiel por un poder que sólo existe en sus cabezas y que no tienen la más remota posibilidad de ejercer. Un servidor ya ha propuesto la conformación de una unidad militar permanente de despliegue rápido, de dos o tres divisiones, calcadas de las aerotransportadas americanas, pero no me han hecho mucho caso, ¡bah! Total, que cada loco con su tema, y las reformas, allá como acá, aunque urgentes, siguen durmiendo el sueño de los justos.
En todo caso, algo (no mucho, pero en fin) va a ocurrir en los próximos meses. Y deberemos ser consecuentes y benévolos con esta sexagenaria que, pese a todo, de algo ha servido… así sea para ventilar frustraciones y servir de chivo expiatorio.
Consejo no pedido para pintarse de azul y blanco: lea “El camino a Sarajevo”, del general canadiense Lewis MacKensie, sobre las frustraciones de comandar los Cascos Azules entre políticos grillos y morteros serbios. Y vea (ahora que al fin llegó a este rancho bicicletero) “Hotel Rwanda”, con Don Cheadle, sobre la manera en que la ONU le falló miserablemente a toda una nación. Provecho.
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