Una de las experiencias más inquietantes que tenemos que enfrentar quienes desempeñamos la mártir profesión del magisterio (y que no somos líderes sindicales, of course… porque ésos no han visto un aula en su vida) es la de lidiar con la lista de nuevos alumnos el primer día de clases. Y esto, por dos razones: a) los padres de familia de los últimos tiempos parecen jugar competencias a ver quién le pone el nombre más exótico e impronunciable a su vástago, de manera tal que no resulta fácil decirlo a la primera. Además que algunos de plano inventaron la ortografía del nominativo y está difícil saber si Sharleenne López es Charlín, Sharlííín, Charline o Charlene. Para evitarse broncas, uno opta por llamarla López todo el semestre. Y b) algunos padres deciden asestarle a sus hijos el nombre de sus personajes históricos y/o cinematográficos y/o mitológicos y/o literarios favoritos. Así encontramos a pobres muchachos que se llaman Hércules Apolo González (que suelen ser más bien espiritifláuticos) o Humphrey Bogart Rodríguez; o a los miembros de la familia Batres Guadarrama, preclaros gángsters del PRD capitalino, que tienen nombres tan comprometidos como Martí y Lenia (por Lenin; supongo que los padres no habían leído “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley, en donde aparece el más eufónico “Lenina”). Todo lo cual pica la curiosidad de quienes tuvimos progenitores con la poca imaginación de ponernos Pancho o Lupita. Es por demás, resulta inevitable indagar.
Por ejemplo una vez, hace ya tiempo, al pasar lista me encontré con una muchacha que se llamaba Úrsula Amaranta. Sólo se me ocurrió preguntarle si sus padres eran fans de García Márquez. Me contestó con una media sonrisa indicativa de que sería mejor si dejara de hacer preguntas idiotas. Así lo hice. Y nos llevamos muy bien, lo que sea de cada quién.
Por supuesto, en vista que vivimos en una sociedad semianalfabeta, en la que los egresados de maestría difícilmente han leído tres novelas en su vida y el jefe del Ejecutivo Federal sigue sin dominar la maldita y complejísima conjugación del verbo “haber” (por no decir nada de candidatos presidenciales que no están familiarizados ni con el castellano ni con la letra “s”) casos como ése, basados en la literatura, resultan raros y hasta encomiables. Si se trata de referentes externos a la familia o el santoral, entre el culto público mexicano (nivel promedio de escolaridad: segundo de secundaria) resulta más frecuente endilgarle a sus hijos nombres de los personajes y/o “artistas” de telenovelas. Así, hace un par de décadas, hubo una catarata de Vivianas, Yesenias y Rubíes. Como hoy andan por ahí quién sabe cuántas Thalías, hijas putativas de Marimar, Maribarrio, Marimacho y no sé qué tantas otras Maris, alguna vez interpretadas por la hoy señora de Mottola.
De manera tal que resulta reconfortante saber que, así como los creadores artísticos pueden influir en los nombres de gente inocente que ni la debe ni la teme, existe (o al menos, existió) la posibilidad de que el proceso se dé al revés: que el público de infantería, común y corriente, bautice a los personajes de una novela.
Me explico: hace unos meses un grupo de escritores norteamericanos, alarmados por los ataques que a las libertades civiles viene realizando desde la Casa Blanca la pandilla de Cheney, Rumsfeld y su títere texano, decidió echarle la mano a una Organización No Gubernamental dedicada a pelear en defensa de los derechos de escritores, cineastas y activistas. El organismo, First Amendment Project (Proyecto Primera Enmienda, la que en la Constitución americana protege la libertad de expresión) se hallaba en bancarrota. Y para sacar dinero, decidieron vender al mejor postor los nombres de los personajes de sus próximas obras. Esto es, el que apoquinara más lana, podría ponerle nombre al zombie de una noveleta de Stephen King, o al héroe del siguiente thriller de John Grisham, fuera abogado o paleontólogo.
Más aún: la subasta no se limitaba al bautizo de personajes. El novelista Andrew Sean Greer prometió que el ganador de su subasta podría ponerle nombre a “una cafetería, un bar, una fábrica de brasieres o algún negocio en otra escena… si le parece adecuado al autor”.
Ah, porque también había limitaciones. Los autores se reservaban la libertad que es inherente a la creación artística. Así que, en cierta forma, al participar en la subasta uno se la jugaba. Porque sí, en caso de ganar, uno podía bautizar como quisiera (¡incluso con el propio nombre!) al héroe de la novela… pero eso no le impedía al autor dotarlo de algunas… digamos… peculiaridades. Así, el Mero-Güeno podía terminar salvando al mundo… pero al mismo tiempo ser coleccionista de monitos de Disney de los que salían en los Gansitos; o vestirse como Ana Kareninna los fines de semana en la intimidad de su hogar; o ser americanista de hueso colorado. Ustedes saben, esos rasgos vergonzosos que se esconden en la vida real… pero que los novelistas son muy dados a exponer en las páginas de sus obras.
Hasta donde sé, en la subasta no existía ninguna condición sobre el origen del nombre. Así que uno podía pujar para que el Monstruo de la Laguna Verdiblanca se llamara como el suegro malqueriente o el patrón latoso; o ponerle al héroe el propio nombre, que de esa forma quedaría inmortalizado de una manera en que no lo permiten ni las estatuas ni esa otra forma de perpetuar la identidad, los grafitos en los baños públicos. Y quién sabe, si la novela llegara a convertirse en un clásico, el nombre de uno podría pasar a la historia y… sí, ser usado por otros padres sin (o con excesiva) imaginación para bautizar a sus hijos en los años por venir.
Redescubrí la noticia hojeando una carpeta con notas periodísticas extrañas, de esas que se coleccionan para cuando no se tiene sobre qué escribir los domingos (¡je, je!) e incluso antes de saber que iba a haber Tregua Navideña, bendito sea mi padre Dios. Digo, bastante nefasto es oír “ven a mi casa esta Navidad” y carcajadas santaclosianas más falsas que promesas de Madrazo veintiocho veces al día, como para escuchar al mismo tiempo paranoias y cinismos tabasqueños. Todo tiene un límite.
La cuestión es que la subasta tuvo lugar en septiembre. Ignoro qué fin tuvo, cuánto dinero se recaudó, cuáles fueron los nombres ganadores ni a qué personajes se les impuso. Pero no deja de ser una idea interesante. Quizá Televisia y TV Guazteca podrían hacer un evento benéfico (¿el Nombratón?) donde se subastaran los apelativos de los próximos personajes de sus enajenantes telenovelas. Estoy seguro que habría mexicanos que hipotecarían la casa y venderían el carro con tal que un personaje que apareciera a las seis de la tarde en (casi) todos los televisores del país se llamara… Sharleenne López. O como cualquier otro de sus retoños. De la misma forma que tampoco dudo que dos o tres macro-narcos darían una lanota para hospitales infantiles con tal de que sendos galancetes llevaran sus nombres. Digo, si pagan para que les compongan heroicos corridos en los que son protagonistas, cuantimás para una noble (y muy pública) causa.
No, no propongo que en el campo literario se imite el proceso llevado a cabo en Estados Unidos en el otoño, por dos razones muy elementales: primero, que como casi nadie lee en este país, dudo mucho que por ese procedimiento se recaudara lo suficiente como para llenar siquiera una alcancía de cochinito. Y la segunda es que nuestros escritores no suelen tener problemas para bautizar a sus personajes. Nada más acuérdense de Pedro Páramo (de Rulfo), o Ixca Cienfuegos (Fuentes), o Pito Pérez (Romero) o Galio Bermúdez (Aguilar Camín) o el irreductible Héctor Belascoarán Shayne, el detective tuerto de Paco Ignacio Taibo II. No, como que por ese lado no se necesita mucha ayuda.
El tema se presta para muchas y muy sesudas disquisiciones. Además que, como veíamos, puede resultar un arma de dos filos. Pero pienso que, en última instancia, apela a nuestros instintos o vanidades más íntimos. O qué, ¿creen que no me hubiera gustado que quien restallara el látigo se hubiera llamado Indiana Amparán? ¿O que el hijo de Anakin fuera Paco Skywalker?
Soñar no cuesta nada…
Consejo no pedido para bautizar sin dar bolo: lea La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, que sigue siendo una delicia. De Bill Pronzini, la buena novela policíaca Huesos, con un detective cuyo nombre no conocemos en doscientas y pico de páginas. Y con un dulce personaje anónimo (y al que se refiere el título), El nombre de la rosa de Umberto Eco. Provecho.
PD: mi buzón queda definitivamente clausurado a mensajes burlándose de las tres derrotas de Pittsburgh. ¡Ya búsquense otro, ociosos alevosos!
Correo: francisco.amparan@itesm.mx