Algunas estimaciones señalan que en la región norteamericana que sufrió los efectos del huracán Katrina había alrededor de 300 mil extranjeros sin documentos, entre mexicanos, hondureños y guatemaltecos.
Sin trabajo ni techo, estos migrantes deambulan en busca de ayuda, como tantos otros cientos de miles de estadounidenses. La diferencia es que éstos la reciben. El Seguro Social y la Agencia Federal de Manejo de Emergencias, entre otras entidades y dependencias de Gobierno, apoyan a los damnificados, a quienes ofrece la protección de los albergues, y se les entregan cheques de hasta dos mil dólares y cupones para alimentos, entre otras formas de ayuda.
Pero la condición migratoria sigue haciendo diferencias, aun en la tragedia: los indocumentados no pueden recibir ningún apoyo oficial, según lo ha establecido el Departamento de Seguridad Interna.
Los indocumentados que se acercaron a las instancias de auxilio sólo recibieron la respuesta que cierra la puerta a la esperanza: sin papeles o green card no hay ayuda.
Muchos otros no acudieron en busca de ese apoyo, temerosos no solamente de la negativa sino de que incluso se les detuviera y deportara.
Ahora que tan cerca de nuestro país se ha suscitado una tragedia de grandes dimensiones, destaca con mayor nitidez el comportamiento de los mexicanos durante el sismo de 1985. Mientras en las calles de Nueva Orleans vimos escenas de saqueo e incluso de violencia, en la Ciudad de México, hace veinte años, las escenas fueron de una eficaz y conmovedora solidaridad.
Ese mismo espíritu de solidaridad es el que está ahora rescatando a los latinos del infortunio provocado por la fuerza de la naturaleza. Si las dependencias oficiales piden documentos, las organizaciones de latinos o específicamente de mexicanos, así como personas y familias en lo particular, brindan alojamiento, alimento y ánimo a los desplazados.
Los norteamericanos, más acostumbrados al orden que a la compasión, más cercanos a la institucionalidad que a la improvisación, más próximos a los documentos que a las personas, se sorprenden de que los latinos se desprendan de lo poco que tienen para dárselo a quienes nada poseen.
Según relata en un reportaje el Wall Street Journal, en cuanto a La Sabrosita, una radiodifusora dirigida a la comunidad mexicana, convocó a participar en la ayuda a migrantes, unas dos mil personas acudieron para aportar desde un dólar hasta un día de salario.
En pequeños departamentos se da alojamiento a migrantes, se organizan caravanas de ayuda, se realizan esfuerzos para conseguirles empleos, se tiende la mano aun cuando ésta tenga poco para sí misma.
El Gobierno norteamericano, que es selectivo en el apoyo que proporciona, negando asistencia a los migrantes afectados, está consciente de que sólo con la mano de obra latinoamericana, especialmente mexicana y centroamericana, está siendo posible llevar a cabo las tareas de limpieza y de que más tarde esa misma fuerza de trabajo hará posible la reconstrucción.
De hechos consumados puede derivarse que el Gobierno norteamericano está más atento a la condición migratoria de las personas que a sus derechos humanos y que, aun en el infortunio, prevalece su celo por los documentos por encima de su interés por mitigar el sufrimiento de las víctimas de la catástrofe.
Tan lamentable es que se cierna otra amenaza natural sobre la población estadounidense, como que tengamos que ser testigos de nueva cuenta de la rigidez que condena al desamparo: sin papeles o green card no hay ayuda.