EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Sistema nacional de devastación

Federico Reyes Heroles

Para Gilberto Borja, impulso de modernidad

La tragedia, lo que debiera ser excepción, se ha vuelto común. Sería una exageración decir que es parte de la vida cotidiana, pero sí de año con año. Ahora fueron Chiapas, Veracruz, Oaxaca y en algo Hidalgo, hasta ahora. Pero la memoria nos arroja un desfile en el que ninguna zona escapa: Chalco con el agua hasta el cuello, Puebla con un pueblo enterrado por un deslave, Acapulco ahogada con el huracán Paulina, Monterrey atacada por los enojos del río Santa Catarina. Año con año aparecen las desgarradoras escenas de mujeres y niños llorando por el hogar perdido, pueblos y villorrios arrasados por caudales incontenibles de agua color chocolate. En las ciudades aparecen de inmediato los programas de auxilio, cada quien dona lo que puede. Pasan los días, las semanas, las lluvias se alejan. Retornan los cielos abiertos. Ellos sepultan a sus muertos, nosotros el recuerdo y con él la responsabilidad. La conciencia nos juega una mala pasada.

Claro, si volvemos la mirada al mundo, frente a las decenas de miles de muertos de Pakistán, nuestras tragedias anuales se miran pequeñas. Pero hay una diferencia abismal: los horrores como el de Pakistán y similares son básicamente imprevisibles; ¡qué si no lo sabremos los mexicanos después del 85! En contraste muchos de nuestros horrores están anunciados. Es cierto, nunca conoceremos bien a bien la dimensión de las fuerzas naturales. Siempre habrá una sacudida más fuerte, un caudal sin precedente una erupción de furia inconcebible. Pero ese razonamiento evade lo mucho que sí podemos hacer. Es allí dónde los mexicanos no salimos bien librados. Nuestra ubicación espacial, nuestra vinculación con el entorno, son particularmente irracionales. En México, en pleno siglo XXI, la distribución de los moradores en el territorio sigue obedeciendo más a coordenadas emocionales, políticas y de corrupción, que a criterios técnicos. Es allí donde callar implica complicidad. Vayamos por partes.

La Revolución Mexicana dio respuesta al justo reclamo campesino de tierra alentando una distribución masiva. A la brutal concentración del porfiriato correspondió una igualmente irracional distribución de la tierra. De los casi dos millones de kilómetros cuadrados de nuestro territorio, sólo un 13 por ciento tiene vocación agrícola. Sin embargo, por razones políticas, se distribuyeron incontables predios con delgada capa vegetal y sin vocación agrícola. La idea predominante de un país de campesinos y el apoyo político que la parafernalia agrarista ofrecía, desbocó la repartición. Surgieron así, a partir de dotaciones sin ningún sustento técnico, infinidad de muy pequeñas comunidades sin otra explicación que el capricho político. Todavía hoy tenemos más de 100 comunidades con menos de mil habitantes. Sobra decir que esa dispersión dificultó y encareció terriblemente los servicios públicos de educación, salud, electricidad, etc. A las antiguas comunidades con verdadero arraigo territorial de siglos, durante el siglo XX se sumaron cientos de miles de nuevas comunidades en sitios incomunicados, sin agua, en serranías inaccesibles. Buena parte de las tierras que fueron abiertas a trabajos agrícolas tienen pendientes pronunciadas. Jamás debieron ser lanzadas al cultivo. Allí en parte el origen de nuestras desgracias.

La obsesión por producir granos, en particular maíz, convertido en símbolo de fortaleza nacional, agravó el asunto. Olvidamos por decreto que México tiene un potencial forestal envidiable: alrededor de un 23 por ciento del territorio nacional tiene esa vocación y hay variedades que crecen hasta cinco veces más rápido que en las naciones nórdicas, que por cierto son exportadoras de madera y sus derivados. A contrapelo de lo que ocurría en los países en proceso de industrialización, en los cuales el campesinado tradicional disminuía y la población desplazada del campo era absorbida por el sector secundario, en México nos empeñamos en tener más campesinos, casi todos productores directos de maíz. Los incentivos se encaminaron hacia allá: abrir a diestra y siniestra tierras al cultivo y producir maíz. Los resultados eran previsibles: primero, buena parte de las tierras entró en un acelerado proceso de erosión; segundo, aparecieron generaciones de “talamontes” alentados oficialmente. Hoy más del 70 por ciento del territorio nacional es considerado desértico o semidesértico. México pierde alrededor de medio millón de hectáreas de bosques y selvas anualmente.

Una tercera consecuencia es que ese Sistema Nacional de Devastación ha debilitado tanto la capa vegetal, el terrón, que las avalanchas son cada vez más frecuentes y más poderosas. Al no retener el agua en las serranías y permitir así su filtración gradual, se propician avenidas con caudales más destructivos. A la par los mantos freáticos van en picada. A ello hay que sumar que los asentamientos humanos en las zonas urbanas también estuvieron sujetos a criterios políticos. Una de las formas más perversas del populismo ha sido precisamente la de permitir que los asentamientos se den donde los moradores deciden y no donde, a partir de criterios técnicos, conviene. Los ejemplos están en todas partes: Acapulco puede absorber varios millones de habitantes, pero no todos subidos en el anfiteatro de la bahía; Villahermosa está por debajo de los niveles del sistema de presas de Chiapas; Cuernavaca está construida sobre barrancas; el uso de territorios deprimidos se da igual en Tamaulipas que en Veracruz; eso para no hablar de la periferia de la capital de la República al igual que en Tijuana, donde cañadas y montañas han sido convertidos en dormitorios de las oleadas de nuevos migrantes. Además de los irresponsables usos políticos, la corrupción y la extorsión han sido la constante en los procesos que han imperado en el nacimiento de muchas de nuestras ciudades.

Hoy México tiene millones de moradores asentados en riveras bajas, en serranías taladas que ya anuncian los desgajamientos e incluso alrededor de los volcanes activos. ¿Cuál es la sorpresa? Los ríos color chocolate que llevan cientos de miles de toneladas de materia orgánica al mar son el recordatorio del horror que está ocurriendo en las zonas serranas, en los bosques y selvas de nuestro país. Mientras la tala y la devastación continúen, mientras los asentamientos humanos no se regulen con firmeza, nada bueno podemos esperar. Concentración y dispersión extremas son grandes males nacionales. Encauzar los nuevos asentamientos humanos y reubicar moradores de zonas riesgosas, es una acción delicada pero imprescindible del estado mexicano. En 2040 seremos alrededor de 135 millones. Para que esos mexicanos tengan habitación digna y segura, dejemos de darnos anualmente golpes de pecho y acabemos, de una vez por todas, con el Sistema Nacional de Devastación. Que las vidas perdidas sirvan de algo.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 174698

elsiglo.mx