La reciente declaración del procurador general de la República, Rafael Macedo de la Concha, en torno a que la situación que se vive en las cárceles del país es crítica, sólo viene a confirmar lo que la mayoría de la población ya sabe: el sistema penitenciario mexicano es ineficiente, violatorio de los derechos humanos y obsoleto frente a la delincuencia organizada.
En México existen 448 penales, de los cuales cinco son administrados por la Federación, 347 por los Estados, ocho por el Distrito Federal y 88 por autoridades municipales. En la mayoría de estos reclusorios priva la corrupción, la violencia, el vacío de autoridad y la violación a los derechos humanos.
Esta realidad vuelve prácticamente imposible hacer verdadero el objetivo de la readaptación social de los internos, quienes, lejos de corregir sus conductas, durante su condena arraigan las actitudes antisociales que los llevaron a la cárcel y/o adquieren nuevas a través del contacto con otros reos en un ambiente laxo y carente de alternativas para los sujetos inmersos en un supuesto proceso de reincorporación.
El resultado es que, en la mayoría de los casos, el sistema penitenciario no devuelve a la sociedad individuos productivos, como es su pretensión, sino seres incapaces de integrarse en forma constructiva al tejido social que se vuelven al poco tiempo reincidentes.
Y es que cómo se puede esperar lo contrario si los propios centros de reclusión han sido penetrados ya en su estructura de autoridad por la delincuencia y prácticamente se han convertido en “escuelas del crimen”.
El asesinato de Arturo Guzmán Loera, hermano del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán, al interior del penal de “máxima seguridad” de La Palma no es más que un caso sintomático de la realidad que se vive en las cárceles del país y de un sistema penitenciario deficiente que necesita con urgencia una reforma que atienda a las necesidades de una sociedad sedienta de justicia y seguridad.