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Sobreaviso/2006: ¿elección perdida?

René Delgado

Llamada a tener un contenido sustancialmente distinto por cuanto que posibilita someter a debate, escrutinio y voto, el modelo del desarrollo nacional, la elección de 2006 está en peligro de perderse. De perderse, desde luego, para el electorado y para el país... no para los candidatos.

El carácter y el tono que los precandidatos presidenciales le están imprimiendo a la contienda, frivoliza o vacía ese contenido. Vulnera y lastima la oportunidad que entraña. Tiende a convertir esa elección en la simple subasta de la principal posición de mando del país.

El candidato con mayor recurso económico o material y más maleable a los dictados de la mercadotecnia política se quedaría con la Presidencia de la República, escamoteándole a la ciudadanía la elección del tipo de país que quisiera perfilar.

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A diferencia de las elecciones presidenciales registradas en 1988, 1994 y 2000, esta vez la ciudadanía está ante la perspectiva de enriquecer y ensanchar el horizonte de la contienda electoral y, por lo mismo, el de la democracia, llevando a las urnas y sometiendo a voto el modelo del desarrollo nacional.

Se dice fácil pero esa opción nunca se ha tenido. El derrotero económico y social de la nación nunca se ha votado. El modelo del desarrollo nacional nunca ha estado en la boca de las urnas. Las políticas económica y social siempre han sido impuestas, nunca elegidas. La elección de 2006 está pintada para eso, para dar un salto cualitativo en el contenido de la materia en litigio. Ésa puede ser todavía la riqueza de esa elección.

Sin embargo, la propuesta en conjunto de los precandidatos presidenciales es otra. Su convocatoria no es avanzar hacia el futuro, sino retroceder hacia el pasado. Es regresar a la idea de votar nombres y personalidades. Votar sobre la base del índice de popularidad que alcance el más audaz de ellos y, entonces, extender de nuevo el cheque en blanco para dejar a su buena fe o a su criterio, cualquiera que éste sea, el modelo de desarrollo.

En el fondo, los precandidatos proponen reducir el juego electoral al negocio de los mercadólogos, mercachifles y mercaderes políticos. Que ellos escojan la corbata correcta, el corte de cabello adecuado, la combinación indicada de ropa, el lenguaje corporal más pertinente para exhibir a su cliente en la vitrina de la simpatía y la popularidad para que, entonces, a la manera del Big Brother o La Academia, el rating decida quién debe determinar el destino nacional. No importa si sabe cantar o no, el chiste es que tenga la corona de la simpatía.

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La historia electoral reciente es clara. El electorado tuvo que remontar primero el agravio y después el miedo, antes de poder darle a la elección presidencial un contenido político y ahora, que podría dar un paso adelante, incorporándole el ingrediente económico y social, se le exhorta a dar un paso atrás.

En 1988, la ciudadanía fue objeto de burla. Cuantos más elementos afloran y se conocen, más claro queda el escarnio del que fue víctima el electorado. El fraude no se acaba de explicar, pero ya no está en duda. Si el entonces candidato del PRI perdió o ganó la elección es algo desconocido, lo evidente es que ganó el Gobierno y, luego, el poder. En aquella contienda, la estructura de las fuerzas opositoras era endeble pero Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier animaron el concurso, le dieron un contenido que no tenía y, a la postre, con su tenacidad, le abrieron espacio a una reforma electoral limitada.

En 1994 la ciudadanía fue colocada contra la pared del miedo. Elegir en medio de la atmósfera política prevaleciente era un eufemismo. El miedo abarcaba el espacio. El levantamiento zapatista, el secuestro de Alfredo Harp Helú, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, los tironeos al interior del Gobierno que provocaron aquella renuncia de weekend de Jorge Carpizo, nulificaron la elección. No importaba tanto cambiar, como garantizar mínimos de estabilidad.

Como quiera, esos acontecimientos con todo y su sello negro permitieron avanzar en la dirección de quitar al Gobierno el control de las elecciones, de ciudadanizarlas. De agravio y miedo se compuso la argamasa del coraje ciudadano que, finalmente, obligó a que el voto contara y fuera contado.

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Los gobiernos derivados de aquellas elecciones aplicaron una política económica y social que nunca se puso a debate y menos aún se sujetó al voto.

Puede estarse de acuerdo o no con los términos del adelgazamiento del Estado y la apertura económica que emprendió Carlos Salinas de Gortari, pero lo que es indudable es que esa reforma se realizó a partir de un concepto autoritario del poder. Se hizo cierta labor de consenso con algunos sectores o élites sociales pero esa reforma no pasó por las urnas, se marginó al conjunto de la nación. Y lo mismo ocurrió con el Tratado de Libre Comercio.

El Gobierno zedillista no tuvo margen de acción. En rigor, su tiempo se fue en afrontar la crisis económica que heredó y profundizó. Hoy mismo, el rescate bancario es motivo de discordia y esa decisión presidencial no tuvo asiento en las urnas.

Es comprensible que decisiones tan importantes como aquéllas no formaran parte del debate nacional. A lo largo de esos 12 años, el reclamo democrático concentró la atención en elaborar y establecer reglas y normas electorales relacionadas con la distribución del poder, pero no con el ejercicio y el sentido de ese poder.

Tantas décadas se vivieron bajo una subcultura electoral que atender otros frentes sin tener resuelto el marco legal-electoral, era imposible. Por eso, la importancia de la elección de 2000 era política.

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En 2000, el reclamo ciudadano rindió su fruto. Por primera vez, la ciudadanía pudo elegir. El aparato electoral estaba a punto para garantizar el voto y los más de 70 años de dominio político tricolor se desplomaron. Y, con todo, no hubo mucho de dónde elegir.

Vicente Fox combinó audacia, osadía y mercadotecnia. Echó mano del voto útil y supo capitalizar los errores de Francisco Labastida y su equipo. La prioridad era no perder la oportunidad de darle espacio a la alternancia, abrigando la esperanza de que el Gobierno electo diera cuerpo a la alternativa. Se dio la alternancia pero no la alternativa. Y, luego, ya electo, Vicente Fox no entendió el mensaje de las urnas. Se había votado no necesariamente por él, como en contra del PRI o, si se quiere, a favor de la alternancia. Fox no supo, no quiso y no pudo hacer de la alternancia, la alternativa.

En medio de la mar de promesas hechas -que, por lo demás, se justificaban para atraer el voto útil y asegurar la alternancia-, en el arcón de los recuerdos quedó aquélla de “transformar a México, en mil días, en una verdadera democracia” (30 de mayo de 2000). No se consolidó la democracia y, por ende, no se amplió su horizonte. Se mantuvo la idea zedillista de que la normalidad democrática topaba en las urnas.

Si se mira hacia el sur del continente, es claro que la mayoría de las democracias latinoamericanas ha salido del debate político en las elecciones para incorporar al discurso el modelo de desarrollo. Se pueden aplaudir o abuchear las decisiones que en más de un país sudamericano tomó el respectivo electorado, pero lo que no se puede negar es que le dieron un giro económico y social al debate político electoral.

Aquí no.

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Justamente porque en 1988 se burló el voto, porque en 1994 se pusieron las urnas contra la pared del miedo y porque en 2000 se dio la alternancia política, la elección del año entrante ofrece, en principio, la oportunidad de darle un contenido extra al político: debatir y votar el esquema del desarrollo.

Satisfecho el tramo político-electoral del reclamo democrático, en 2006 el debate debería centrarse en el discurso económico y social de la democracia y evitar regresar al ejercicio de votar en función de la popularidad, el carisma o la simpatía de los concursantes. Sin embargo, a ese terreno se quiere llevar la elección. El debate se está regresando al campo de lo político o, peor aún, al campo de la subcultura política.

Los partidos están ausentes de la contienda y han cedido su espacio a los precandidatos. Los partidos como organizaciones no tienen nada que decir, están secuestrados por sus élites. En el mejor de los casos intentan controlar un concurso preelectoral que se les ha ido de las manos y, hasta ahora, el debate se limita a discutir las reglas de la competencia interna, a garantizar sin éxito la equidad de esa contienda preliminar y a fijar el tope del gasto de los precandidatos.

Pese al socorrido discurso de primero el programa y después el hombre, los partidos ven cómo los hombres han borrado los programas. Por ningún lado aparece el proyecto de nación que supuestamente cada precandidato tiene. Nada de eso, los partidos son la vecindad, donde los precandidatos escenifican su pleito.

En el PRI se vive un tumulto de ambiciones sin Gobierno. En el PAN la adivinanza estriba en saber si, en verdad, Santiago Creel es o no el candidato oficial de Los Pinos. Y, en el PRD, Andrés Manuel López Obrador hace rounds de sombra mientras explica cómo va a salvar al país.

Todos y cada uno de los precandidatos dejan saber que quieren ocupar la Presidencia de la República, pero guardan con celo el para qué quieren tal cosa. Todos se afanan en demostrar cuán diferentes son entre ellos y, cuanto más se empeñan, más parecidos resultan.

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Si no se obliga a los precandidatos a poner en la boca de las urnas el modelo del desarrollo nacional, si no se les exige salir de la subcultura del discurso sin compromiso, la elección de 2006 se puede perder para el electorado y el país... no para los candidatos.

El país en lugar de dar un salto hacia delante, podría terminar dando un paso atrás. Por primera vez se puede elegir la política económica y social, se puede poner sobre la mesa un asunto que el electorado nunca ha podido elegir.

Avanzar hacia atrás sería un absurdo, por simpático que resultara alguno de los candidatos.

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