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Sobreaviso/¿Ciudadanos enteros o a medias?

René Delgado

La Suprema Corte de Justicia está en curso de tomar una decisión central sobre su rol en la compleja transición a la democracia. Los ministros han puesto sobre la mesa del debate si se mantienen en la idea de resolver los litigios jurídico-políticos con estricto apego a derecho pero con absoluta insensibilidad político-jurídica o si, en razón de un auténtico espíritu de justicia, ajustan sus criterios ante una realidad que vulnera la consolidación democrática. La decisión que adopten es importante porque establecerá si los ciudadanos mexicanos son ciudadanos de derecho pleno o no. Esto es, si además del derecho a votar, tienen plenamente garantizado el derecho a ser votados. Por lo pronto, la mayoría de los ministros ha decidido seguir la escuela marcada por la tradición que, obviamente, choca con la modernidad: apegarse a derecho, sin impartir justicia. Queda un resquicio menor para rectificar esa decisión y determinar si la ciudadanía cuenta o no con la Suprema Corte para consolidar la democracia. En cuestión de días, los ministros dejarán saber si se limitan a impartir nociones tradicionales de derecho o principios modernos de justicia.

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Al arranque de esta semana por seis votos contra cuatro, los ministros calificaron de improcedente el amparo interpuesto por Jorge Castañeda para, dicho en breve, defender su derecho a postularse como candidato-ciudadano (esto es, sin el respaldo de un partido) a la Presidencia de la República. Los ministros Sergio Valls Hernández, Mariano Azuela, Salvador Aguirre Anguiano, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo Ortiz Mayagoitia y Juan Díaz Romero consideraron improcedente darle entrada al amparo que argumentaba inconstitucionalidad de la Ley en la negativa para registrar la candidatura de Jorge Castañeda y empató en cinco votos el amparo en lo tocante al acto de aplicación de esa Ley cuestionada. En cuestión de días, con el voto faltante de la ministra Margarita Luna Ramos, los ministros desempatarán el marcador en lo relativo al acto de aplicación y probablemente debatan otro amparo relacionado con esa candidatura pero, en este caso, interpuesto por Somos Muchos, la asociación civil que encabeza el mismo Jorge Castañeda. En ese desempate y en la resolución de la procedencia o improcedencia de ese segundo recurso, la Suprema Corte establecerá cuestiones que rebasan con mucho el personal y legítimo interés de Jorge Castañeda en el asunto. En el fondo, establecerán si los derechos político-electorales ciudadanos son o no derechos humanos y, de paso, como consecuencia, determinarán si la política es a fin de cuentas monopolio exclusivo de los partidos. Importante por sí mismo el asunto, lo es más si se toma en cuenta la crisis por la que atraviesa el régimen de partidos. Una crisis que, aparte de la paralización de la democracia, acarrea la marginación parcial de los ciudadanos en su derecho a decidir y participar en el modelo de nación que anhela.

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Quien caiga en el garlito de que la única cuestión en juego es simplemente el interés personal de Jorge Castañeda por postularse como candidato ciudadano, dejará de ver la materia de fondo en litigio: si los ciudadanos mexicanos tienen pleno derecho a ser votados. Detrás de ese debate está la posibilidad o no de ampliar la participación ciudadana en la política, de acotar a los partidos e insertarlos en la cultura de la rendición de cuentas y, valga el aparente absurdo, de democratizar la política. Por lo pronto, el ministro Sergio Valls, encargado de la elaboración del dictamen que concluyó con la improcedencia del amparo, encubrió en la tradición y el apego estricto al derecho, el acto de injusticia impartido precisamente por quienes deben impartir justicia. Con lucidez y enorme dosis de conservadurismo, Valls hizo la defensa del status quo bajo la premisa de que darle entrada al amparo desfiguraría al sistema de derecho electoral y, por esa vía, propuso y logró no aceptarlo. Darle entrada al amparo no suponía que, al final de su análisis, éste tuviera una resolución favorable pero, al menos, hubiera permitido debatir el asunto de fondo: el límite y horizonte de los derechos políticos ciudadanos en la democracia mexicana y, por consecuencia, ejercer cierta presión -a partir del solo debate del asunto- sobre la distancia que los partidos políticos guardan frente a la ciudadanía. Una distancia que está provocando la pérdida del impulso en la democratización plena del régimen político mexicano. Sin llamarla por su nombre, con la aprobación de ese proyecto, la Suprema Corte hizo también suya esa distancia frente a la ciudadanía. En tanto los partidos políticos tengan como suyo el monopolio del quehacer político-legislativo en material electoral, todo reclamo ciudadano quedará a expensas del interés de aquéllos. Y visto está, los partidos no están actuando en función del interés nacional como tampoco en función del interés ciudadano, están actuando, en el mejor de los casos, en función del interés de su propia organización o, peor aún, en función del interés del grupo o corriente en que militan dentro de su propio partido. Si la noticia de la improcedencia del amparo es mala para Jorge Castañeda, para la ciudadanía es pésima. Los fundamentos de la improcedencia conculcan, sin decirlo, su derecho a ser votado. Puede votar pero no ser votado. El monopolio de la postulación es propiedad exclusiva de los partidos que, de momento, no funcionan como tales. Esa es la realidad. Los ministros que votaron a favor del dictamen cumplieron con el derecho e incumplieron con la justicia.

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En cierto modo, Sergio Valls, el ministro de más reciente incorporación a la Suprema Corte, hizo la defensa del sistema que lo convirtió precisamente en ministro y, quizá, eso explica su inclinación por defender la tradición y sacrificar la modernidad en la impartición de justicia. El nombramiento de Valls Hernández fue producto de una negociación política entre los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional. Cuestión de recordar que el hombre predestinado para ocupar ese asiento en la Suprema Corte era Bernardo Sepúlveda, no Valls Hernández. El entonces secretario de Gobernación, Santiago Creel, invitó con garantías al ex canciller a ocupar ese asiento sobre la base de que el presidente de la República tenía interés particular en integrarlo a la terna que enviaría al Senado, bajo el claro entendido que el jefe de la fracción parlamentaria de Acción Nacional, encabezada por Diego Fernández, respaldaría su elección y emprendería las negociaciones necesarias para que la fracción tricolor hiciera lo mismo. Sin embargo, el empalme del nombramiento de ese ministro de la Corte con la designación del presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos hizo chuza en las negociaciones y, entonces, se sacrificó a Sepúlveda para dejar pasar a Valls Hernández a cambio de ratificar a José Luis Soberanes como ombudsman. A partir de esa versión, pedirle al ministro Valls Hernández razonar de otra manera en su dictamen resulta punto menos que imposible. Defender el status quo, amparado en la más conservadora tradición del apego a derecho y el desapego a la justicia, suponía olvidar a los patrocinadores que lo llevaron a la Suprema Corte.

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Vale traer a colación los términos de la designación de Valls Hernández porque en la Corte frecuentemente se subraya el carácter apolítico de sus decisiones. Y eso es bueno pero no por ello puede ignorarse el ingrediente político que incide tanto en el nombramiento de los ministros, como en el pensamiento político que innegablemente cada uno de ellos alberga. Bajo ese reconocimiento, resulta falsa la idea de que a los asuntos jurídico-políticos que de manera cada vez más frecuente tratan los ministros, siempre se les descuenta el ingrediente político. Ahí está, incluso, el cuestionamiento hecho al rol del presidente mismo de la Suprema Corte, Mariano Azuela, en el desafuero de Andrés Manuel López Obrador y el intento de someterlo a juicio. Hay ingredientes políticos innegables en el quehacer de los ministros, y negarlos en la circunstancia por la que atraviesa la democracia mexicana, en vez de convertir a éstos en una suerte de arcángeles incuestionables del sistema político mexicano, los convierte en factores del sostenimiento de un régimen que no alcanza a subrayar su carácter democrático. Puede la Suprema Corte justificar sus decisiones en la aplicación tradicional y estricta del derecho pero eso no acredita su razón de ser: impartir justicia, fortalecer el Estado de Derecho.

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El tamaño de la crisis política por la que atraviesa el régimen y, en particular, el desentendimiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo como también entre los partidos políticos, llama al Poder Judicial -si se quiere a su pesar- a tener un rol cada vez más importante en la transición a la democracia. No es algo novedoso, en más de una transición, el papel de los jueces ha sido determinante en el destino de aquel proceso. Hoy, los ministros están llamados a reconocer claramente el rol que les toca jugar en la transición a la democracia. Es claro que algunos de ellos tienen conciencia de ese rol pero si, en su conjunto, como institución, la Corte no se asoma a la modernidad y, en cambio, hace de la tradición el blindaje de su inmovilismo se colocará en el plano donde están los otros dos poderes de la Unión. Aquél donde la parálisis vulnera la esperanza democrática y degrada al Estado de Derecho. Por eso vale preguntar: ¿la Corte reconoce a los ciudadanos de cuerpo entero o nada más a medias?

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