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Sobreaviso/Democracia tutelada

René Delgado

Escamotearle a la ciudadanía el derecho a decidir libremente su destino es poner en práctica una democracia tutelada y abrirle la puerta a la tentación autoritaria. Es darle una patada al desarrollo político y rehabilitar el paternalismo que desconfía profundamente de la ciudadanía y la mira como un menor de edad. Lo que está en juego estos días no es el desafuero y la inhabilitación de Andrés Manuel López Obrador que, dicho con respeto, muy poco importa. Lo que está en juego es el desafuero y la inhabilitación de la ciudadanía como un elector maduro, capaz de tomar sus propias decisiones, que importa mucho. Justamente porque el fondo de la materia es un derecho colectivo, el debate se ha personalizado, se ha disfrazado de un problema circunscrito a un individuo en su relación con el Estado de Derecho. Se ha evitado reconocer que es un problema colectivo que relaciona a la ciudadanía con el (su) derecho y con la (su) democracia. La dimensión correcta es esa. No es que se vaya privar a un individuo de ser elegido por una colectividad; se quiere privar a una colectividad de elegir a un individuo.

No se quiere con este enfoque hacer la defensa de Andrés Manuel López Obrador. No, el jefe del Gobierno capitalino cayó en el garlito de la personalización del problema y, absurdamente, se quiso presentar como la víctima de un complot. No entendió que la víctima de ese complot no era él, sino la ciudadanía. Quienes vieron en el presunto desacato la oportunidad de eliminar a Andrés Manuel López Obrador como un serio competidor en la contienda por la Presidencia de la República, rápidamente entendieron la necesidad de operar el problema desde una doble perspectiva: un problema individual y no social, un problema jurídico y no político. Por eso, animaron la polarización poniendo como eje de ella a López Obrador e, increíblemente, éste aceptó en esos términos la confrontación. Todo tenía que concentrarse sobre un individuo y no sobre el conjunto de la ciudadanía. En el fondo, López Obrador es el accidente del proceso que se ha desencadenado. Un proceso que, al final, se resume en una operación política (no jurídica) preventiva: tutelar y acotar la naciente democracia mexicana. Antes de llegar a la elección y correr el peligro de que la ciudadanía “se equivoque” y elija al chavismo mexicanizado, era menester montar el entramado de un problema jurídico para eliminar a ese competidor y, en lo posible, controlar el eventual derrame político, económico y social que pudiera y puede tener. Por distintas vías, los tutores de la democracia intentaron instrumentar esa operación política preventiva y, en esos ensayos, López Obrador no estuvo a la altura. No supo guardar la imagen de un político maduro que, sin renunciar al contenido social de su proyecto, sujetaría su actuación al marco del Estado de Derecho. No lo hizo. Por el contrario, reaccionó en los términos en que sus adversarios querían y los acompañó al fondo del callejón donde hoy se encuentran. Lo descuadró la ofensiva política en su contra y, absurdamente, fue asumiendo conductas que fortalecían la imagen que de él se quería crear: un político mesiánico, concentrado en el fin de su obra y desatento a los medios para lograrlo.

En la presunción del desacato a un ordenamiento judicial, se encontró el revestimiento jurídico y legal de la operación política preventiva a ejecutar. Por eso, la apelación constante al carácter estrictamente jurídico del desafuero, la apelación constante al Estado de Derecho y el llamado a acabar de una vez por todas con la impunidad. El problema sin embargo es que, a todo lo largo del sexenio, el Gobierno no ha logrado acreditar el respeto, el fortalecimiento y la vigencia del Estado de Derecho. Muy lejos ha estado de eso. La colección de asuntos y problemas donde el Estado de Derecho ha quedado como un instrumento de negociación política, es abundante y deja entrever más bien la prevalencia de la subcultura de la impunidad selectiva. El empeño puesto en lograr el desafuero de Andrés Manuel López Obrador contrasta con la indiferencia frente al desafuero de Carlos Romero Deschamps y Ricardo Aldana, con la indiferencia frente al juicio político de Sergio Estrada Cajigal o de José Murat, con la indiferencia frente al uso de recursos indebidos en las respectivas campañas de Vicente Fox y Santiago Creel, con la indiferencia frente a los macheteros de Atenco, con la indiferencia ante los responsables de las matanzas del 68 o el 71 o con la indiferencia frente a la negligencia de los funcionarios involucrados en el caso Tláhuac... En todos esos casos, los tutores de la democracia no vieron la necesidad de hacer valer de una vez por todas el Estado de Derecho sino la necesidad de entrar a negociarlo, o bien, la necesidad de poner en práctica la política de la vista gorda. Entonces, el himno por la legalidad en la carpa de San Lázaro hoy suena algo más que desafinado. En esa subcultura poco importa actuar o no con estricto apego al Estado de derecho. Lo que importa es no intentar cambiar ese Estado porque, frente a esa intención, ahí sí los tutores de la democracia cierran filas.

Si el eventual desafuero de Andrés Manuel López Obrador no se acompaña de otras acciones jurídicas firmes y contundentes en contra de aquellos servidores y ex servidores públicos que, ayer como hoy, han hecho de la impunidad el reino de su arbitrariedad y abuso, convertirá al Estado de Derecho en un estado de excepción con dedicatoria y, entonces, la pretensión de imponer en práctica una democracia tutelada será inocultable. Bien claro le quedará a una buena porción de la ciudadanía que la competencia electoral no es la arena para dirimir civilizadamente las diferencias, porque esa arena es de acceso restringido. En ella sólo podrán participar quienes, antes de la elección formal, hayan sido preseleccionados por los tutores de la democracia que ven a la ciudadanía como un menor de edad, incapaz de elegir correctamente. Lo grave de animar esa democracia tutelada no es que se expulse del paraíso electoral a este o aquel otro precandidato, sino que se cercene del juego electoral a una porción de ciudadanos. Personas que, si bien pueden hacer del abstencionismo el recurso de su desilusión democrática, también pueden comenzar a valorar las vías violentas de participación política como el recurso para incidir en el destino nacional. Puede parecerlo o no, pero, desde hace años, la élite política alienta el discurso de la violencia y no el discurso del diálogo. Durante la década de los setenta, justamente después de habilitar la soberbia autoritaria en el 68, el país supo lo que fue la participación de grupos armados. Los rescoldos de aquellos años todavía despiden calor. Por esa razón, la reforma política animada por Jesús Reyes Heroles tuvo importancia: sumaba, no restaba; incluía, no excluía; incorporaba, no marginaba. Reintegraba a la arena política civilizada a quienes habían sido expulsados de ella. Echar atrás las manecillas del reloj puede vulnerar la maquinaria.

La importancia de la contienda de 2006 es que, ahora sí, podría servir no al propósito de poner en práctica la democracia electoral como al de perfilar el rumbo que se le podría imprimir al país si, finalmente, se reconoce que la democracia es eso y no el patrimonio de grupos hegemónicos. El valor de la elección de 2000 no era ese, era el de desplazar del poder al grupo que durante décadas lo había retenido y, entonces, iniciar la construcción de otros niveles de la democracia mexicana. El foxismo no entendió eso. Creyó que ganar la elección era ganar el Gobierno y la evidencia es clara: no constituyó un Gobierno. Ahora, pareciera haber miedo frente a la posibilidad de echarle esos otros pisos que exige el edificio de la democracia y que, en el juego electoral, concursen quienes no comulguen con el diseño económico de la nación que, a fin de cuentas, nunca ha estado sujeto a elección. Intentar poner en práctica una democracia tutelada bajo el disfraz de la aplicación ortodoxa y excepcional del Estado de Derecho puede terminar por vulnerar justamente a ese Estado utópico y a esa democracia que sigue en obra negra.

Reiteradamente, a lo largo de los diez meses que se ha arrastrado de manera infame al país por los senderos de la confrontación y la polarización, se ha advertido el peligro en que se está colocando a la República y cómo los asuntos del verdadero interés nacional han sido maltratados. Ningún actor político de peso ha escuchado esos señalamientos. Por el contrario, han animado la confrontación, han polarizado las posturas, han buscado sacar raja de la situación y, peor todavía, han sacrificado la gobernabilidad en aras de la popularidad como si la política fuera un concurso de simpatía. Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador se cuentan entre los entusiastas impulsores de ese despropósito. Concretar la operación política preventiva que, en el fondo, sustancia el juicio de desafuero, no garantiza necesariamente la democracia tutelada que se quiere establecer y sí, en cambio, abre la puerta a una lucha que -por los términos en que se ha planteado- puede desbordar con mucho los canales institucionales de participación. Lo grave del desafuero de Andrés Manuel López Obrador no estriba en la condición jurídico-política en que se le quiere colocar, estriba en la condición en que se quiere colocar a la ciudadanía. A ningún elector le gusta escuchar que, si bien ya está en condiciones de elegir, no puede escoger.

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