El más reciente desencuentro diplomático con Estados Unidos va a la baja pero, si no se aplican los correctivos necesarios en los asuntos bilaterales y en los domésticos de ambos países, el deterioro de esa relación irá inexorablemente en aumento. Desde el primer mes del año, el deterioro fue en ascenso. Empezó con las alertas emitidas por el Departamento de Estado por los índices de inseguridad en México y alcanzó su más alto nivel con el cierre del consulado en Nuevo Laredo así como con la declaración del estado de emergencia en varios condados fronterizos de Nuevo México y Arizona. Esas acciones dejan ver claramente que se está viviendo una interdependencia incómoda entre los dos países, marcada por tensiones cada vez más fuertes y recurrentes. En ese desencuentro hay factores de forma y de fondo que, de no ponerse claramente sobre la mesa del diálogo, irán provocando una mayor irritación. Si no se liman las asperezas diplomáticas y se cepillan los problemas de fondo no habrá, como quiere Estados Unidos, seguridad ni prosperidad de uno ni del otro lado de la frontera. Eso no conviene ni a México ni al vecino del norte.
*** Frente a lo que está ocurriendo con Estados Unidos, la cancillería mexicana podrá poner en juego sus mejores oficios pero si el Gobierno mexicano en su conjunto no elabora y aplica una verdadera estrategia para contener al crimen organizado y la narcoviolencia, todo esfuerzo será en vano. Puede el Gobierno mexicano aceptarlo o no pero, más allá de su reiterada y vacía promesa de dar “la madre de todas las batallas” contra la delincuencia, el crimen organizado y la corrupción, ese asunto lo descuidó desde el arranque mismo de su gestión y, ahora, lo atiende de manera reactiva presionado por la necesidad de atemperar el problema diplomático y de seguridad nacional que le acarrea. Una de las pocas cuestiones en las que el Gobierno foxista pudo tener claridad al arranque del sexenio, era la del hartazgo ciudadano frente a la inseguridad pública. Todos los indicadores apuntan claramente a la necesidad de atender estructuralmente ese problema y, sin embargo, el Gobierno cometió un error estratégico. En la idea de mandar el mensaje de que el problema de la seguridad estaba entre sus prioridades, creó la Secretaría de Seguridad Pública. Con enorme ligereza tomó esa decisión. Fue un error. En términos de propaganda, la preocupación oficial quedó bien estampada; pero, en términos estratégicos, desarticuló el aparato de seguridad. Dejó la inteligencia en Gobernación, el músculo en la SSP y la persecución del delito en la Agencia Federal de Investigación, también de nueva creación. En vez de articular, desarticuló. Como agregado, en vez de coordinar la actuación de Alejandro Gertz, Santiago Creel y Rafael Macedo de la Concha, dejó que los celos y las zancadillas fueran el eje de su comportamiento. Hoy, ni siquiera está claro quién encabeza las acciones contra el crimen organizado y el narcotráfico. No está claro eso y, en cambio, se está comprometiendo de más en más al Ejército en tareas y acciones que exceden su marco legal de actuación. Cuando el Ejército patrulla ciudades y apoya acciones del Ministerio Público, bien claro queda el fracaso de la autoridad civil. Si la idea de crear la Policía Federal Preventiva con elementos del Ejército pero sin uniforme era evitarle un desgaste innecesario al instituto armado, ahora su desgaste es doble: hay soldados con y sin uniforme militar combatiendo al narco y al crimen organizado. Pese a que la falta de una estrategia de conjunto y de un mínimo de coordinación entre la multiplicidad de dependencias involucradas en el campo de la seguridad pública y la seguridad nacional se puso en evidencia mucho antes de la mitad del sexenio, el presidente Vicente Fox dejó escapar la oportunidad de aplicar los correctivos necesarios. La marcha ciudadana de mediados del año pasado dejó ver el tamaño del problema pero también el tamaño de la oportunidad que se tenía. Se abrió la posibilidad de desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública y replantearse en serio la estrategia, pero se optó sólo por nombrar a Ramón Martín Huerta como el nuevo titular de la dependencia. El hecho es que, hoy, el Gobierno elabora una política al ritmo de los reclamos diplomáticos y ni siquiera en respuesta al reiterado clamor ciudadano-nacional de reivindicar derechos fundamentales relacionados con la vida, la integridad y el patrimonio y de rescatar espacios tomados por la delincuencia. El mismo programa México Seguro que se presentó con bombos y platillos, ha quedado sujeto a ajustes y reajustes y, aun así, no se ve la hora en que el Gobierno consiga dar una respuesta satisfactoria a Estados Unidos y mucho menos a los ciudadanos mexicanos que, curiosamente, no aparecen debidamente en el horizonte de su preocupación principal. Desde esa perspectiva, si ese problema de índole estrictamente doméstico no se resuelve, se podrán emitir mil y una notas diplomáticas protestando por el tono del discurso y las acciones que emprenden la embajada de Estados Unidos o los Gobiernos estatales de varias entidades fronterizas de ese país, pero la realidad echará por tierra el valor del argumento sin respaldo en acciones serias. No será con conferencias de prensa como se resuelva ese problema que, ahí sí, es de estricta responsabilidad nacional.
*** Reconocida esa responsabilidad, es claro que también Estados Unidos tiene tareas que emprender particularmente en el asunto relacionado con el narcotráfico. Le asiste la razón al presidente Vicente Fox cuando pregunta: “toda la droga que cruza allá, ¿cómo llega a los mercados de consumo? ¿Qué es lo que se hace de aquel lado?” La pregunta es correcta y no tiene respuesta. México no está entre las prioridades diplomáticas de Estados Unidos como tampoco lo está el combate al consumo de drogas. La metáfora aquella de que Estados Unidos se preocupa por el trampolín pero no por la alberca de la droga, vuelve a ocupar espacio. Se exige planes y acciones a los países productores y traficantes de droga pero en el mayor mercado de consumo de drogas, o sea Estados Unidos, no se ve una actuación en correspondencia. Y, por si eso no bastara, en el afán de sellar la frontera por razones de seguridad nacional se desconsidera el efecto que esa acción provoca en el campo de la migración y del mismo narcotráfico.
Estados Unidos no ha entrado a negociar su política contra el terrorismo, simplemente quiere que se aplique en sus términos, y esos términos no toman en cuenta el terreno donde se quiere aplicar. Esa política sin concepto provoca una paradoja. Estados Unidos había dejado saber de su satisfacción por la captura de capos del narcotráfico que México venía realizando pero, ahora, le irrita sobremanera el efecto que el descabezamiento de los cárteles está provocando. Es claro que esa estrategia de descabezar sin desestructurar a los cárteles fue un fracaso y, sin embargo, Estados Unidos la aplaudía sin reparar en los efectos secundarios que provocaría. Ahora, ese efecto secundario lo irrita porque vulnera la política de seguridad nacional que pretende implementar. La vulnera y, aun así, el vecino del norte no cumple con la parte que le corresponde en el combate a la droga. Exigen lo que ellos no cumplen. Desde esa perspectiva, si Estados Unidos no sintoniza su política de seguridad nacional con su política migratoria y su política de combate al narcotráfico, no va a conseguir su objetivo. No puede el Gobierno de Estados Unidos exigir la contención de la narcoviolencia sólo en función de la oportunidad que esa atmósfera ofrece al terrorismo, si no hace la parte que le corresponde y tampoco reconoce la complejidad y las imbricaciones que tienen esos tres problemas en la frontera. Si la política de seguridad nacional de Estados Unidos no toma en cuenta el campo donde se aplica, sencillamente no va a prosperar. Y menos todavía si esa política se quiere exportar más allá de sus fronteras, sin tomar en cuenta cuál es la realidad de esos territorios ajenos. En el combate a la droga, Estados Unidos tiene sus propias responsabilidades domésticas y, si no las atiende y resuelve, puede lanzar mil y una alertas, cerrar y abrir consulados... esos lances, en vez de contribuir, afectarán la eventual cooperación entre los dos países. En esas circunstancias, Estados Unidos y México se tienen que sentar a la mesa y acordar una sola agenda bilateral sobre la base de entender e integrar las prioridades nacionales de ambas partes.
Seguir en el esquema donde la prioridad del lado mexicano es la migratoria y donde la prioridad del lado estadounidense es la de la seguridad sólo va a llevar a más desencuentros y, curiosamente, a una mayor inseguridad y a una menor prosperidad porque, efectivamente, esa inestabilidad va a pegar en el intercambio comercial por tierra que no es poca cosa. En el aspecto coyuntural, el Departamento de Estado tiene que restablecer su política hacia el sur del río Bravo. El mismo tránsito de salida en que se encuentra Roger Noriega y de entrada en el que se halla Tom Shannon afecta la política estadounidense hacia América Latina. Una política, por lo demás, que ni siquiera está elaborada ni incluida en el horizonte de sus prioridades.
Es muy difícil hacer diplomacia cuando no se sabe qué es lo que se pretende, otra cosa distinta es pretender imponer políticas a partir de una fuerza hegemónica. A la necesidad de reelaborar esa política de Estados Unidos se suma un detalle importante. La definición del rol que el embajador Antonio Garza quiere jugar. Por lo pronto, se echa de menos la moderación y la prudencia que marcó su primera etapa en México.
*** Es claro que hay responsabilidades de ambas partes en el tráfico de drogas, es claro que el Gobierno mexicano tiene que reponer índices aceptables de seguridad pública en el territorio mexicano y es claro que México y Estados Unidos se tienen que sentar a la mesa para replantear la agenda del interés de ambas partes. Si no se abre espacio, la incómoda cohabitación de estos días irá en ascenso, la irritabilidad hará más áspera la convivencia y, absurdamente, se dará más espacio a la actuación del crimen organizado que tanto lastima a México y al terrorismo que tanto preocupa a Estados Unidos.