El Gobierno se deshilvana. Pierde cohesión y funcionalidad. Se desmadeja. Por lo mismo, hay que cuidarlo. Evitar que, en su desesperación y torpeza, lastime todavía más las instituciones, condene el margen de maniobra de la próxima administración -cualquiera que ésta sea- y arrastre al país en su despeñadero. Puede parecer natural que, estando de salida, eso ocurra con el Gobierno. Sin embargo, como se rompieron los moldes tradicionales del ejercicio del poder sin construir los nuevos, el Gobierno está frente a un problema superior a su capacidad. Requiere guardar un mínimo de cohesión, funcionalidad y operación, al menos para entregar los bártulos del poder en condiciones aceptables. Ahí es donde, por absurdo que parezca, hay que cuidar al Gobierno y cuidarse de él. Ahí es donde la sociedad civil está obligada, como hace 20 años, a actuar con organización, inteligencia, decisión y propuesta para impedir se arrastre al país a un escenario indeseable. Está obligada a entrar al rescate.
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Expresarse con tal dureza en un momento tan triste como el presente, tiene una respuesta sencilla. El pasmo que hace unos días se criticó al Gobierno delamadridista frente al temblor, es el pasmo que embargó al Gobierno foxista frente a la muerte de Ramón Martín Huerta y buena parte de su Estado Mayor. Pide el Gobierno no especular en torno al trágico suceso, pero el propio Gobierno abre esa puerta. Descuidar y abandonar el paraje donde se encontró la aeronave donde viajaba, nada más y nada menos, una buena parte del equipo dedicado y destinado a combatir el crimen organizado y a garantizar la seguridad pública así como los derechos humanos, es francamente increíble. Cómo dar por bueno el dictamen del accidente, si los elementos para sustentarlo se abandonan. Cómo evitar la especulación, si los cuerpos se levantan mal, dejando incluso parte de ellos. Cómo esperar el resultado de la investigación, si el área donde están las evidencias ni se acordona ni se asegura. Cómo atender el llamado gubernamental, si el Gobierno no se esmera en realizar una investigación y un peritaje a prueba de todo cuestionamiento, capaz de borrar toda sombra de duda. La confianza no es algo que se da o se quita. Es un valor que se construye o destruye. Si algo lastima a la nación es nunca tener certeza sobre la causa de las tragedias que, de tiempo en tiempo, nos acongojan. La experiencia obligaba a cuidar aquel escenario. Era fundamental. Se valía pedir serenidad pero era básica garantizarla con un trabajo, una investigación y un peritaje serios. Las siete horas de pasmo que embargó al Gobierno hasta que se encontraron los cuerpos, tuvieron por descanso el rescate parcial de los cuerpos, luego vino de nuevo el pasmo: el no garantizar aquella investigación abre la puerta a la especulación que se quiere evitar. Al día siguiente, establecer de nuevo el cordón. ¿Por qué descuidar el paraje? ¿Por qué precipitar una ceremonia, sacrificando los datos del esclarecimiento?
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Siempre es duro y difícil conducirse con serenidad frente a la tragedia, pero la serenidad en el quehacer político y sobre todo, en el ejercicio del poder es exigencia. Bien por la ceremonia para rendir honores a los funcionarios, es un gesto del Estado con quienes pierden la vida en el cumplimiento del deber. Es un gesto del Estado frente al dolor de los familiares, amigos y compañeros de trabajo que pierden un ser querido. Ese fue el gesto, la acción del Estado era otra. Era menester dejar bien claro que la institucionalidad en el combate al crimen organizado se mantiene más firme de lo que estaba. Y la acción no puede sustituirse con un discurso o una conferencia de prensa interminable. Otra forma de rendir honores a los caídos era mandar un claro mensaje al crimen organizado. ¿Cómo? Enviando al penal de La Palma al secretario de Gobernación a leer el discurso que Ramón Martín Huerta no pudo ya pronunciar. Dejar bien claro, dentro y fuera del penal, que la pérdida de esos funcionarios no altera un ápice la decisión de no ceder espacio alguno a los criminales. Dejar sentir a los custodios de los criminales que, aun en el dolor y el centro de la tragedia, el Estado los respalda y está con ellos. Las horas amargas exigen coraje. Ese mensaje era y es necesario. Sobre todo, después del asesinato del director de Seguridad Pública de Michoacán, después del asesinato del empleado de DHL -asignado en el aeropuerto de la Ciudad de México-, después del asesinato del oficial de la PFP en el aeropuerto, después de la embestida del narco contra el Estado, después de las amenazas hechas en contra del personal de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, después de abrir la posibilidad de extraditar a Estados Unidos a los criminales. Después de tener constancia de que el narco expandió su guerra interna y se está metiendo con la sociedad y el Estado. El gesto acompañado de la acción del Estado reivindicaba al familiar, al amigo, al colaborador caído y a la sociedad en su conjunto. El pasmo no.
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Lo ocurrido el miércoles deja ver la importancia de cuidar al Gobierno y cuidarse de él. Impedir que pierda cohesión, operación y funcionalidad es central. Ese imperativo complica la situación de varios secretarios que tienen un pie fuera de la oficina para irse de campaña. Si, en verdad, el Gobierno quiere dejar claro que por encima de los intereses personales están los nacionales, es obligado que ratifique su compromiso con el mandato recibido. Mantenerse impávido frente a una estampida de funcionarios coloca en un predicamento la responsabilidad de entregar debidamente el mandato otorgado. Mal se hizo en medir con varas distintas el proselitismo que los secretarios de Estado podían o no hacer desde su oficina. A uno se le echó por hacerlo, a otro se le cobijó para hacerlo. Permitir que la oficina encargada de la política interna se convirtiera en casa de campaña, le costó caro a la política oficial. Permitir que ahora, cuando hay que nombrar un nuevo secretario de Seguridad Pública, otras secretarías queden acéfalas porque sus titulares quieren ver por su futuro personal, es deshilvanar el Gobierno. En ese campo y frente a la circunstancia, es preciso que el Gobierno mantenga la cohesión mínima necesaria para garantizar su operación y funcionalidad. Sacrificar éstas por tal o cual candidatura, por tal o cual Gobierno, curul o escaño, sería mandar un mensaje de irresponsabilidad que ni por asomo va a beneficiar al propio Gobierno y su partido. Mucho menos a la sociedad.
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Si sólo el Gobierno dejara ver signos de debilidad y pérdida de funcionalidad, la situación sería delicada pero no grave. El problema es que otras instancias de Gobierno, en particular las relacionadas con el cuidado del proceso electoral, están dejando ver síntomas semejantes. La autoridad electoral, en su versión Instituto y Tribunal, no está trabajando a favor de su consolidación y credibilidad. Pareciera verse afectada por el síndrome del interés particular, por encima del nacional. El Partido Verde se burla del Instituto y no ocurre nada. El Tribunal deja sentir que en sus resoluciones pesa la presión política del PRI y, como es obvio, no acreditan así su independencia y entereza. Se quieren ver, sí, decisiones y acciones con estricto apego a derecho pero también imbuidas de un profundo sentido de justicia. Es muy difícil creer que el Partido Verde fue sometido al orden, cuando con estricto apego a derecho se ríe a carcajadas del Instituto Federal Electoral. Es muy difícil creer que el triunfo del PRI es legal y legítimo, cuando en las calles está la evidencia del despilfarro de recursos. El Tribunal puede echar mano de cuantos recursos legales tenga para fundar su decisión, pero la realidad vulnera su veredicto. El Tribunal puede trabajar la noche del 15 septiembre para desechar la queja de Elba Esther Gordillo, pero es muy difícil creer que no dio un elbazo. Como agregado, varios partidos políticos juegan a debilitar a la autoridad electoral para hacerse de un recurso de descalificación de los comicios, si no salen bien librados de ellos. Juegan a aplaudir las decisiones que los favorecen y a vituperar las que los perjudican y, así, llevan a cabo una obra de demolición que, al final, convierte el concurso cívico-electoral en una lucha de sobrevivencia para ver quién acapara más cascajo o se queda con el predio de la ruina. Por eso, es menester cuidar el Gobierno y cuidarse de él. El Gobierno entendido, desde luego, en su más amplia acepción.
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En estos días en que tanto se dice que finalmente quien rescató a la sociedad de los sismos del 85 fue la sociedad misma, es hora de que la sociedad rescate las condiciones de gobernabilidad, seguridad y las del concurso electoral. Es, quizá, la hora de trabajar no tanto sobre el mandatario como sobre el mandato. Acercarse a las iniciativas que de la propia sociedad comienzan a surgir para garantizar la gobernabilidad necesaria tanto para llevar a buen término el concurso electoral del año entrante como para ampliar el margen de maniobra del próximo Gobierno. Acercarse e interesarse en ellas para enriquecerlas y respaldarlas, para someter al conjunto del Gobierno y los partidos al dictado de la sociedad, en lugar de someter a la sociedad al dictado de ellos. Son días difíciles y tristes, éstos. Pero no tanto como para rendirse frente a una suerte de destino manifiesto que propone renunciar a los más caros anhelos. Si frente al poder de la naturaleza, la sociedad ha dado muestras de gallardía, decisión y coraje; no menos puede hacer frente a la naturaleza del poder. Si una vez removió escombros, no es ésta la hora de cruzarse de brazos. Hay que cuidar del Gobierno y cuidarse de él, hay que rescatar lo que a fin de cuentas le pertenece a la sociedad.