Ya no son meses ni siquiera semanas, son días si no es que horas para salir de la confrontación que tiene al país en el umbral de la crisis en que se encuentra. Una crisis que, vista en su justa dimensión, rebasa con mucho a sus principales protagonistas y promete por herencia una fractura de un enorme costo social. La ruina de una República.
Son días en que habría que salir del ajedrez político donde la inteligencia se pone al servicio de la mezquindad y la torpeza, del beneficio o el perjuicio de éste o aquel personaje y que, sin importar el costo, sacrifica a la nación en su conjunto.
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Es grave en extremo lo que está ocurriendo, pero no menos grave lo que está dejando de ocurrir. Se está echando al cesto de la basura la oportunidad histórica de construir un país sobre la base de la civilidad, la pluralidad, la tolerancia, el entendimiento y la concordia. Justo cuando se han logrado acreditar las elecciones como el instrumento para resolver civilizadamente las diferencias, se hacen sonar los tambores que llaman a tensar fuerzas fuera de la arena política para pasar al campo de la barbarie.
La inmadurez de los políticos y sus partidos propone como oferta a la ciudadanía confrontarse en las calles, linchar al adversario político, escupirle al otro, insultar a quien se quiera ver como enemigo. La energía, el esfuerzo y la atención puesta en depurar y mejorar los instrumentos de la convivencia civilizada se están pervirtiendo y cancelando. No es posible.
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Si la elección de 1988 fue víctima de un fraude cada vez más inocultable. Si la elección de 1994 fue víctima del miedo que obligó a votar por la estabilidad, bajo la garantía de ciudadanizar los órganos y los procedimientos electorales, la elección de 2000 fue un respiro. El dos de julio de aquel año se pudo votar. Simplemente se pudo votar y, en la sencillez del acto, abrirle la puerta a la alternancia política. Por la razón que se quiera -no es hora de subrayar ineptitudes-, la alternancia no coronó su mérito con la construcción de una alternativa. La mezquindad, la inmadurez y la avidez política, a diestra y siniestra, vulneraron la posibilidad de ensanchar la democracia y darle una oportunidad al desarrollo. A diestra y siniestra, se esmeró la clase política por vaciar de un contenido cualitativo a la naciente democracia. Se engañaron los políticos y engañaron a la ciudadanía. El esfuerzo se puso, entonces, en la mentira. Contó más la popularidad que la gobernabilidad. La diferencia que la coincidencia. La resistencia que el apoyo. La exclusión que la inclusión.
La resta que la suma. Y, en ese juego de perversiones, el vicio le ganó espacio a la virtud política. Importaba más aparecer, que ser y aparecer. En ese concurso, se sembró la semilla de la discordia que ahora arroja el fruto de la confrontación en puerta.
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La elección del año entrante era y es importante porque, por primera vez, se habría de votar no sólo por el simple derecho a votar sino también -y sobre todo- por el derecho a elegir. No es lo mismo votar que elegir. Parece un absurdo, no lo es. El año entrante, por primera vez, se podrían elegir proyectos de nación. Bien o mal hechos, ricos o pobres, con o sin perspectiva, los proyectos comenzaron a aflorar.
El libro de Jorge Castañeda, el de Andrés Manuel López Obrador, el de Carlos Medina Plascencia, el de Cuauhtémoc Cárdenas. Como fuere, sobre la mesa del debate se ponían algunas ideas. Ya no se trataba de desplazar a una fuerza anquilosada en el poder, ya no se trataba de ver cómo se repartía el poder sino, sobre todo, de ver qué se podía hacer con el poder. Vamos, se quería elegir u optar por un modelo de nación.
Lo que está en peligro ahora es eso. Ahora sí se podía elegir, no sólo votar. Por eso la elección del año entrante, prometía y puede tener un contenido cualitativo distinto. Ya no se trataba de garantizar que el voto fuera contado y contara, sino que además determinara el rumbo de la nación. Por primera vez se iba a votar -dicho de bulto- la economía. Un asunto que crispa los nervios de quienes temen que la democracia abarque también la forma de producir y repartir riqueza.
Ese asunto nunca ha estado en las urnas. Esa materia siempre se tuvo por un coto del dominio exclusivo de grandes organismos financieros extranjeros, compartido en condominio con élites domésticas. Por eso tanto crispamiento. En ese asunto se cifra la importancia del año entrante.
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El contexto continental en que se irá a la elección del año entrante alentaba y alienta la polarización de que ahora es víctima el país. Mientras un buen número de países del sur de América resolvió electoralmente recorrer derroteros económicos distintos a los propuestos por el neoliberalismo, en el norte de América se exigía plegar cualquier interés nacional a la seguridad militar de la potencia. Calladamente se fue dando una confrontación entre la seguridad militar de Estados Unidos y la seguridad social (en un sentido amplio) del resto del continente Americano. A través de las urnas, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y aun cuando se quiera negar, la misma Venezuela, tomaron su opción. Algunos países lo hicieron con inteligencia cuidando que la opción no se tradujera en ruptura. Otros forzaron el mandato recibido, rompieron los acuerdos mínimos de convivencia, perdieron estabilidad y se encuentran hundidos en una polarización sin destino. El divorcio entre el norte y el sur de América se hizo evidente. China y algunos países árabes, nada más y nada menos, comenzaron a cobrar presencia en el sur de América y, obviamente, la tensión se acrecentó entre el norte y el sur.
La polarización en la elección del secretario general de la Organización de Estados Americanos es la expresión de esa circunstancia. Por eso era y es tan delicado que la candidatura de Luis Ernesto Derbez tenga por patrocinador a Estados Unidos. En esa atmósfera se proyecta la elección del año entrante y ahí, de pronto, se explica la tentación de marginar preventivamente a la ciudadanía que pudiera inclinarse por un derrotero económico distinto al prevaleciente y rechazara la integración sin condiciones al norte de América. Ese es el contexto continental de la situación mexicana.
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En ese contexto, agravado por la inmadurez, la mezquindad y la ambición política cifrada en proyectos personales y no nacionales, la precipitación del juego electoral derivó en la polarización que tiene al país al borde del desastre político. Cada uno de los actores fue poniendo su grano de arena para entrar en un juego de sobrevivencia y por lo mismo, de eliminación política. Los granos no se pusieron en un juego preelectoral limpio, asegurado por las reformas estructurales políticas y económicas que le dieran perspectiva al país. No, absurdamente, la democracia se convirtió en un problema.
Mayor o menor pero todos los actores tienen responsabilidad. Sin embargo, la del presidente de la República supera a todas. El poder que el mandatario encarna recae directamente sobre él y además, fue él quien precipitó su propia sucesión sin hacer los amarres necesarios que, ahora, arrastran al país a la confrontación que vulnera el Estado de Derecho, enfrenta a instituciones de Gobierno, ridiculiza a los diputados, coloca en un predicamento a los ministros de la Suprema Corte y ceba su despropósito en una sola persona para ocultar que, en el fondo, se quiere marginar de la democracia a un amplio sector de la ciudadanía.
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Ahora ya no son meses ni semanas, son días los que restan para desactivar la confrontación que amenaza con una fractura político-social de enormes proporciones. En estas horas sobran los disfraces y los revestimientos, el afán de forzar los pronunciamientos y las acciones para saber de qué lado está la fuerza. De intentar trazar una línea para que de un lado o del otro se coloquen los mexicanos y al menor incidente -y ya son varios los registrados-, ver qué desmesura desborda las pasiones que le abran la puerta a la violencia.
Ningún alivio provoca pensar que en diez o veinte años se integrará una Comisión de la Verdad para saber qué fue lo que verdaderamente ocurrió o dejó de ocurrir en estos días.
La distensión es necesaria ahora, de inmediato. Llamar a los carpinteros para que, desde ahora, construyan los banquillos de quienes serán acusados de haber vulnerado la democracia mexicana, es un absurdo. Mejor sería llamarlos para construir, por endebles que fueran, los puentes mínimos de entendimiento. Son días si no es que horas los que restan para distender la atmósfera y evitar que ocurra lo que de ningún modo puede sucederle a un país dispuesto a repavimentar el camino a un mejor futuro.
Si no se acaba rápidamente este ajedrez de ineptitudes y se cambia el tablero del juego, muy poco importará saber quién pueda ser el próximo presidente de la República. El presidente de la ruina.