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Sobreaviso/Nostalgia del futuro

René Delgado

El país va directo a una crisis política que, increíblemente, se quiere imputar a la democracia y no a las prácticas antidemocráticas de los principales protagonistas de ella: el Gobierno y los partidos. Y, está claro, sin demócratas cualquier democracia es imposible. Una posible explicación de la furia con que se golpea, maltrata, arrastra y vulnera sin piedad a instituciones, autoridades y valores es la falta de educación y vocación democrática así como de respeto al Estado de Derecho de esos agentes políticos. Por eso, en estos días, esos actores cierran la puerta a la lucha civilizada y la abren a la barbarie política. En la lógica (si la tiene) de ese juego perverso por el poder, todo político prominente sólo puede tener por destino una alternativa: Almoloya o Los Pinos. El principio es simple: se trata de encontrar en el adversario aquel error que permita colocarlo, literal o metafóricamente, tras los barrotes de una celda y, de ese modo, eliminarlo. Acercarlo o llevarlo a La Palma y alejarlo por completo de Los Pinos. De ahí que el debate político -si así se le puede llamar- haya abandonado su propio léxico y adopte palabras más relacionadas con la confrontación y la violencia que con la política misma: controversia, desafuero, consignación, desahucio, inhabilitación o arraigo. Desterrados del lenguaje quedaron términos como negociación, acuerdo, consenso o mayoría o peor aún, adquirieron un significado completamente distinto al original: negociar es transar, acordar es renunciar, llegar a un consenso es prácticamente traicionar. El cambio de ese lenguaje o si se quiere, la incorporación de la cárcel como un escenario natural de la política, expresa el fracaso de los políticos. Insertos en un juego de eliminación han hecho de la lucha civilizada un problema de sobrevivencia y en esa lógica, atacan en defensa propia. Si no se mete a la cárcel al adversario y éste remonta el intento, muy probablemente buscará su oportunidad para cobrar cabal venganza.

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En cualquier circunstancia, un juego político de ese carácter es decepcionante pero estando, supuestamente, en la ruta de la transición a la democracia, un ejercicio de ese tipo es punto menos que inaceptable. Resulta inaceptable porque, en el fondo, se le quiere presentar a la ciudadanía un juego de eliminación brutal como el prolegómeno de una elección democrática. Se le quiere, pues, arrebatar un derecho haciendo pasar la usurpación como un derivado natural del tránsito a la democracia. Y se le quiere, quizá, eso es lo peor, dividir y confrontar para que, sobre la base de la polarización y la confrontación, la misma ciudadanía sustancie ese juego bárbaro. Se quiere, dicho sin ambages, cambiar la urna electoral por la urna fúnebre. El político que sobreviva que goce todo; el que no, que se vaya al foso. Por eso se destaca el error del adversario, en vez de subrayar el acierto propio. Por eso se finca el crecimiento propio en la enanización del contrario. No es un juego de altura, sino de bajezas. No se trata de ver qué hizo bien el otro y cómo lo hizo; sino de ver qué hizo peor que uno y cómo se le puede descalificar. El nombre del juego, es: primero la eliminación, luego la elección. Cuando ya no haya de dónde escoger, se dejará a la ciudadanía el derecho a elegir. Cuando el tuerto brille como rey, se le dejará a la ciudadanía el derecho a la ilusión de creer que el ungimiento de aquél es una decisión libre, secreta y colectiva.

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Ese juego de eliminación tiene un costo altísimo. De entrada, tiene por precio el sacrificio de instituciones, valores y políticas nacionales; en el medio, vulnera a las propias instituciones de los mismos políticos o sea, a los partidos y los órganos electorales y de salida, le deja el costo del juego a la ciudadanía que, polarizada y confrontada, hace de la desesperación la cadena de la guillotina que deberá dejar caer sobre el cuello de quien, finalmente, resulte la víctima del juego de eliminación. Alguien tiene que morir, política o físicamente. Al principio de ese juego se perdió la certidumbre política y jurídica que toda democracia y Estado de Derecho exigen para el desarrollo de la nación de que se trate. Si desde mayo del año antepasado se precipitó la sucesión presidencial y desde julio de ese mismo año, el propio presidente de la República dio el banderazo de salida, desde entonces se perdió aquella certidumbre que, por consecuencia, frenó toda posibilidad de desarrollo del país. Tal parece que la derrota electoral del partido en el Gobierno en los comicios intermedios hizo que, sin decirlo, se renunciara al Gobierno y entonces, no hubo mas que precipitar la sucesión presidencial. El “no se pudo” se tradujo en un “no poder”. Si no se quitó el freno al cambio, se renunció al cambio. En otras palabras, si medio sexenio se llevó el nuevo Gobierno en tratar de entender en qué consistía el ejercicio del poder, el medio sexenio restante lo ocupó en renunciar al ejercicio. La suma es cero. Por eso, resulta doblemente curioso que el presidente de la República -a casi dos años de dejar el cargo- sienta nostalgia del poder. Se puede tener nostalgia de muchas cosas o de muchas circunstancias, pero no de aquello que no se tuvo o no se vivió. La precipitada nostalgia expresada por el mandatario subraya una evidencia: Vicente Fox ganó la elección pero no el Gobierno, muchísimo menos el poder. Y advierte que el mandatario ya no está donde debería estar: al frente del Gobierno. Y vale decir doblemente curioso porque Vicente Fox, al parecer, nunca tuvo conciencia de que cruzó el umbral de la historia el dos de julio de 2000 y que ese hecho innegable le debió dar una paz enorme para emprender serenamente alguno -ni siquiera todos- de los cambios que prometió. El más grande de los cambios que Vicente Fox hubiera concretado como presidente de la República sería poco, frente a la hazaña de haber desplazado de Los Pinos a una fuerza que habitó esa residencia por más de 70 años. Ese imposible era, justamente, su posibilidad. Si Fox hubiera tenido conciencia de que transpuso el umbral de la historia aun antes de estar en el Gobierno, hubiera podido operar algunos otros cambios con enorme paz y tranquilidad. No hubo esa conciencia, no ganó el Gobierno, tampoco el poder y entonces, precipitó su sucesión.

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Así las cosas, ahora se está en medio de un juego rudo y brutal que nada tiene de preelectoral. No se muestran las ideas o los proyectos, sino las ocurrencias y las miserias de los precandidatos. Hacia dentro y hacia fuera de las estructuras gubernamentales y partidistas, los políticos juegan a eliminarse y por eso mismo los problemas del interés nacional, el malestar y la inseguridad ciudadana o las instituciones se utilizan como ariete para doblegar al adversario sin ni siquiera importar cómo queda aquel problema o aquella institución.

Por eso, los políticos aparecen como seres mutantes que un día son victimarios y otro son víctimas. Asumen uno u otro rol, al ritmo de la circunstancia en turno. Juegan sobre la base del interés inferior de su grupo, por no decir tribu. El interés superior de la nación que, supuestamente, norma su conducta es un simple olvido. En el curso de los últimos meses, varias son las instituciones, valores o políticas puestos en el cuadrilátero del pleito político que han visto sacrificada su credibilidad.

La Procuraduría General de la República pasa como un instrumento político para exonerar a los aliados y culpar a los adversarios pero no como un órgano de procuración de justicia.

En ninguno de los grandes casos que trae la procuraduría pesa un gramo la credibilidad. Sean los involucrados en el Pemexgate, la presunta extorsión del Niño Verde, el autoatentado de José Murat, el lavado de dinero de René Bejarano, el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, el linchamiento en Tláhuac o aun el arraigo del supuesto narcoespía de la Presidencia de la República. El trato dado a esos asuntos por momentos hace pensar que la procuraduría, aunque parezca lo contrario, está al servicio del PRI. Al Instituto Federal Electoral, los partidos políticos le dispensan el finísimo trato que se puede tener con un estorbo; el más desprestigiado de todos los partidos, el Verde Ecologista, encabeza a todos los senadores de la República para golpear al árbitro que silbará la contienda electoral.

A la Suprema Corte de Justicia se le comienza a vulnerar sin que ni siquiera haya logrado reconstituirse como tal. A ella trasladan su fracaso los políticos y desde luego, se le exige que resuelva conforme a derecho pero a favor de uno porque, si no lo hace así, se le descalifica. La política interior y la política exterior han sido vulneradas a favor del juego de eliminación hacia dentro del Gobierno porque, en aras de apuntalar al candidato oficial del presidente de la República, algo hay que darle con que entretenerse al canciller.

Al frente de la seguridad pública que reclama la ciudadanía se envía al amigo, puesto que, no importa que no entienda el problema, el chiste es mantener la amistad. El valor de la autoridad es una carcajada en estos días. Y en el colmo del absurdo, hasta los mismos partidos se ven lastimados por los políticos en el juego de eliminación en que se han insertado.

Tal es la furia de su barbarie que hasta su propio hogar quieren destruir, si el vencedor se puede montar sobre las ruinas.

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Si Vicente Fox tiene nostalgia de algo que no tuvo o no vivió, la ciudadanía puede entonces comenzar a tener nostalgia del futuro. Todo cuanto la clase política está haciendo apunta en la dirección de acabar con un anhelo ciudadano, con la idea de que la democracia podría ser el ámbito donde el país podría sentar las bases de un desarrollo distinto. El futuro está mucho más lejos de lo que se suponía, el Gobierno y los partidos trabajan afanosamente en construir un pasado que ni siquiera es como creían. Es hora de acabar con esa nostalgia y reponer el sueño.

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