La escena es brutal. Exhibe, por un lado, la crueldad que puede alcanzar la delincuencia cuando advierte que la impunidad es el sello de garantía de sus fechorías; por otro lado, exhibe sin decirlo la indolencia de un Estado incapaz de garantizar ese derecho fundamental que es simple y llanamente el derecho a la vida. El spot televisivo lanzado hace un par de semanas por México Unido contra la Delincuencia es tremendo. Ver las manos con cuatro dedos mutilados de un secuestrado que sabe que, aún hoy, sus captores no han sido sentenciados, es la reiteración valiente pero también desesperada de un reclamo desatendido por las autoridades. El verso y reverso de ese spot es impresionante. Revela el coraje de una sociedad harta de jugar a la ruleta rusa cada vez que sale a la calle y pone en evidencia, no sólo la impunidad con la que actúa la delincuencia, sino sobre todo la indolencia de las autoridades. Queda para la memoria negra del país, ese anuncio.
*** Los historiadores tendrán una tarea ardua al hacer reseña de estos días difíciles, donde la novela Los bandidos de Río Frío resulta un cuento propio de lectura para que los niños duerman tranquilos, frente a lo que hoy ocurre. Días donde el deterioro y la degradación social y el menosprecio por la vida han dejado de causar asombro. Reportar cómo se podía ver ese spot televisivo será nada, cuando se tenga que reseñar cómo en las calles, en la cuneta de las carreteras o en la cajuela de los coches, se podían encontrar los cadáveres de ciudadanos algún día secuestrados que, habiendo o no pagado su rescate, eran asesinados con enorme cobardía. Algún historiador tendrá que referir cómo, en el aeropuerto internacional de la capital de la República, no resultaba extraño toparse con oficios suscritos por autoridades de distintas instituciones y corporaciones, previniendo de las extorsiones que se practicaban en contra de familiares o amigos de viajeros. Los futuros mexicanos no darán crédito de cómo un anuncio de ese tipo daba la bienvenida a nacionales y extranjeros, en la puerta principal de entrada al país. Difícil será explicar cómo el lugar más seguro para delinquir eran las prisiones.
Nada sencillo resultará detallar cómo, desde ahí, con absoluta tranquilidad, seguridad, dominio de los reclusorios y sin el riesgo de ser aprehendidos porque ya estaban encarcelados, los presos continuaban administrando la industria del crimen sin que las autoridades encontraran la manera de impedir que, por la vía de teléfonos celulares, los delincuentes siguieran en lo suyo. Reseñar que los secuestros eran tan variados que, sin lograr contenerlos, las autoridades resolvieron clasificarlos con distintas denominaciones, será toda una hazaña. Dejar claras las diferencias entre un secuestro profesional y uno amateur, entre uno real y otro virtual, entre un exprés y un prolongado, será tanto como especializarse en la literatura de terror a la que habrá que añadir la variedad de tarifas en el pago del correspondiente rescate. Esto, desde luego, dejando claramente establecido, con pie de página de por medio, que “los levantones” eran otra modalidad del secuestro, particularmente, desarrollada por las bandas de narcotraficantes que se disputaban territorios y precisando que los “levantones” podían ser individuales o colectivos. Mismos que, frecuentemente, concluían en matanzas que daban lugar a cementerios clandestinos.
*** Algún capítulo de esa historia tendrá que dar cuenta de porqué en Sonora los diarios dejaron de publicar información relativa al narcotráfico cuando, después de que un reportero fue “desaparecido”, el gremio consideró que el Estado no le garantizaba el ejercicio de ese derecho tan socorrido en los discursos políticos, como lo es el derecho a la expresión. La desaparición del periodista Alfredo Jiménez Mota tendrá que aparecer en esa historia, detallando cómo, a más de cien días de su desaparición, la Procuraduría General de la República aún no aclaraba el grado de involucramiento de uno de sus subdelegados en ese asunto. También complicado resultará reseñar porqué, en la ciudad de Oaxaca, una treintena de periodistas resolvió encerrarse y vivir en su diario para poder seguir publicándolo. Explicar cómo una turba de supuestos sindicalistas, bajo la tolerancia del Gobierno de esa entidad, armada con palos y varillas ocupaba esas instalaciones y en ese afán, bloqueaba la circulación del periódico o de plano, se robaba los ejemplares, será toda una historia increíble.
Hacer la crónica de los montoncitos de cadáveres que el narcotráfico sembraba en distintos puntos y ciudades de la República, acaso, no resulte tan difícil aunque, desde luego, será complicado elaborar la estadística correspondiente, señalando que esas “ejecuciones” superaban en número las bajas registradas por el Ejército de Estados Unidos en la ocupación de Irak.
Con todo, resultará más fácil explicar eso que la conducta de las autoridades frente a ese problema. Contar cómo el presidente de la República entendía esas ejecuciones como una simple “burbuja” de violencia, que en nada alteraba la paz y la tranquilidad social por cuanto que los muertos eran, fundamentalmente, narcotraficantes, exigirá pedirle al lector de esa historia despojarse del sentido común si, en verdad, quiere entender lo que ocurría.
La reseña de cómo, frecuentemente, los secuestradores, los narcotraficantes y los delincuentes eran policías adiestrados, equipados y pagados por las autoridades, demandará escribir un tratado sobre el nivel de corrupción prevaleciente en las corporaciones policiacas de aquel entonces. Demandará eso y además, una gran capacidad narrativa para describir cuestiones tan absurdas como el que, a veces -para eso servirá el caso de la ciudad de Nuevo Laredo-, no quedaba claro si la Policía utilizaba la radiofrecuencia del narcotráfico para comunicarse con sus compañeros o si los narcotraficantes utilizaban la radiofrecuencia de la Policía para lo mismo. O si narcos y policías eran los mismos y usaban la misma frecuencia.
Contar cómo el uso de tarjetas de crédito o de débito era un problema porque, con ellas, la ciudadanía cargaba la posibilidad de ser sometida a un largo paseo para descargar su cuenta, será tan difícil como explicar porqué las víctimas frecuentemente agradecían a sus victimarios que los despojaran de su patrimonio sin que los hubieran lastimado mucho. Sin duda, la historia de estos días será muy difícil de contar.
*** Quizá, la parte más complicada de esa historia será cuando se intente reseñar la actitud de las autoridades frente a ese problema. Contar cómo la ciudadanía vivía en esos días la esperanza democrática y la alternancia como una posibilidad de mejora en la forma de relacionarse y cotidianamente, advertía cómo se perdía esa posibilidad será, francamente, una historia triste.
Describir cómo, frente al reclamo ciudadano para rescatar de manos del crimen las plazas, las ciudades y las calles, las autoridades de todo nivel y toda ideología se burlaban de la ciudadanía resultará increíble. Sin duda, los historiadores se toparán con un gran problema al abordar el día en que cientos de miles de ciudadanos resolvieron salir a la calle a marcarle el alto a la delincuencia y fueron desoídos por sus gobernantes.
Explicar cómo el Gobierno Federal buscó montarse en la marcha para sacar provecho de ella o cómo el Gobierno de la capital de la República descalificó el malestar ciudadano porque, en su opinión, era una simple maniobra colectiva para desprestigiarlo e impedirle satisfacer su personal ambición de poder, hará aparecer a los historiadores como aficionados a la ficción política. Dar cuenta de la cantidad de programas sin sentido que se publicitaron, reseñar cómo se importaron políticas de otros países, detallar la cantidad de corporaciones y agencias que se inventaron y explicar cómo se incrementaba el gasto público en seguridad sin que atemperara, al menos, la inseguridad, constituirá un ejercicio de investigación tremendo.
No será sencillo exponer con claridad qué era lo que ocurría. Sin embargo, todavía más difícil será explicar la incapacidad de los gobernantes para reconocer que ese problema exigía, a pesar de sus diferencias, construir acuerdos y políticas de largo alcance para dar un solo frente al crimen y reivindicar a la ciudadanía.
Intentar esclarecer cómo fue que la mezquindad de la élite política en su conjunto prevaleció ante ese problema y le negó a la ciudadanía poder vivir con márgenes aceptables de tranquilidad, escapará a la comprensión de los siguientes mexicanos.
*** Un capítulo de esa historia por escribirse, en extremo sofisticada, será aquél donde se aborde los efectos colaterales que acarreaba la incapacidad del Estado para ofrecer seguridad. Contar cómo uno de los factores del deterioro en la relación con Estados Unidos fue justamente la inseguridad y ofrecer el detalle de cómo las autoridades nacionales, en particular el secretario Santiago Creel, se regocijaban en descalificar esos señalamientos, en virtud de que los pronunciamientos anti-intervencionistas hacían crecer su popularidad, será toda una curiosidad.
Explicar cómo los inversionistas extranjeros tenían que considerar entre sus cálculos el gasto de seguridad de sus empleados de alto nivel, o peor todavía, cómo algunas empresas resolvían pagar viajes semanales para evitar que sus cuadros vivieran en el país donde trabajaban, parecerá algo increíble. Reseñar cómo el país cayó en el nivel de calidad de vida, en cuanto a los indicadores correspondientes se incorporó el índice de seguridad, será muy duro de aceptar.
*** Mientras esa historia se escribe, conmueve hasta la exasperación que por la tele aparezca un hombre sin dedos, ofreciendo sus manos para rescatar al país del crimen. Sin embargo, prevalece la duda de si las autoridades ven la tele o si sólo se miran en el espejo de su frívola vanidad.