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S.O.S. por la humanidad/Las laguneras opinan...

María Asunción del Río

¿Ya compró sus regalos? No, no estoy retrasada, por supuesto que me refiero a los del 2005 recién nacido; lo que pasa es que entre tantas celebraciones y necesidades impuestas por la mercadotecnia (y aceptadas por nosotros, claro), cualquier día del año es demasiado tarde para darle alcance a la multitud de compromisos a los que nos obligan la publicidad y las ofertas que bombardean nuestro espacio: periódicos, anuncios panorámicos, volantes callejeros y a domicilio, radio y televisión, correo electrónico y millones de sitios a los que se accede vía Internet, todos conjugan el mismo verbo: “comprar”, ¡pero ya! Ahora sí que saber qué colores vienen de moda para la próxima primavera, cuál será el largo de la falda o el alto y ancho de los tacones tendrá que ser un ejercicio de prestidigitación o simple adivinanza, porque para cuando llegue la información –si es que alguien decide esperarla– ya las tiendas habrán liquidado sus mercancías y estarán anunciando las del próximo invierno, dejándonos con la sensación de que algo extraño pasó y que nuestras cosas nuevas se hicieron viejas antes de que pudiéramos estrenarlas. Éste es el ritmo con que nos movemos, acelerados por el afán de consumo que domina cada vez más intensamente nuestro ser y quehacer cotidianos, hinchándonos con la levadura de la superficialidad y la falta de sentido que caracterizan a nuestro tiempo. Ni qué decir del amor, la generosidad o el compromiso hacia las necesidades ajenas, que no ocupan más lugar que el de las palabras con que los nombramos.

La despedida del año pasado y lo que va del presente debieran ser suficientes para movernos a la reflexión y a considerar en su justo valor las cosas, la importancia real de las cosas. Cual visión apocalíptica, las fuerzas de la naturaleza y las maldades humanas se han conjugado para poner de manifiesto nuestra absoluta debilidad, mucho más segura y patente que todas las maravillas que podemos comprar, las delicias que podemos comer o los placeres que nos podemos procurar. Víctimas del tsunami o de un corto circuito, de inundaciones o sequías, de narco-venganzas o guerras santas, cientos de miles de hombres y mujeres de toda edad y condición mueren en un abrir y cerrar de ojos, ante nuestra impotencia no sólo para evitarlo, sino también para poner remedios o inventar paliativos. Abatidos por el dolor o sin darse cuenta de nada, multitud de hermanos nuestros africanos, tailandeses, hindúes, iraquíes, estadounidenses, mexicanos… han sucumbido ante los embates de la naturaleza o fueron muertos por la bestialidad de individuos que, amparados en el anonimato de la masa, vestidos de uniforme o cruzados sus pechos con insignias presidenciales, decidieron poner a la cabeza de sus prioridades aquello que no tenía nada que ver con la felicidad, la justicia y la paz que pregonaban los abrazos navideños. Las calamidades que vemos por televisión, consecuencia de ataques masivos o emboscadas individuales, ocurridas en un salón de fiestas, en plena calle o en la cárcel, parecen no conmovernos demasiado, tal vez porque su horror nos resulta increíble. Por lo pronto, los mexicanos andamos bastante ocupados, subiendo con dificultad la cuesta de enero, tratando de imaginar cómo pagaremos las deudas, mientras nuestra clase dirigente -también gastadora- sigue con el mismo despilfarro de tiempo laboral, dinero, energías, publicidad y prestigio, en su encarnizada lucha por ocupar el poder, cueste lo que cueste. Habrá que ver si después de tanto gasto quedará presupuesto para administrar o país para gobernar.

¿Qué pasa, humanamente hablando, cuando todo nos importa tan poco y pareciera que, en efecto, la única meta atractiva es la de tener y gastar? Porque ya sea el poder, el dinero que de él procede, los recursos naturales, los bienes de consumo, la salud o la vida, todo, sin excepción, parece tener sentido sólo en la medida en que puede gastarse. Ante lo que la realidad ofrece, lejos de espantarnos y ponernos a enderezar caminos, nuestro comportamiento es más el de máquinas tragamonedas que el de sujetos que piensan y sienten. Blas Pascal –filósofo y matemático francés del siglo XVII– afirmaba que, pese a su aparente insignificancia, el hombre se eleva por encima de todas las demás criaturas por su capacidad de razonar. “Caña pensante” –dice Pascal–, a pesar de su extrema fragilidad, la criatura humana se impone a la naturaleza desatada en contra suya, porque es consciente de lo que pasa, mientras quien la destruye (agua, viento, fuego, terremotos…) no lo sabe. Yo no creo que la elevada posición que nos confiere el raciocinio sea suficiente consuelo para quienes lo han perdido todo por culpa de una naturaleza ignorante; sin embargo, estoy segura de que hay más culpa en la imbecilidad del hombre que piensa y no quiere actuar razonablemente en pro de sus semejantes, que en todas las olas devoradoras de ciudades y pueblos.

Si en el pensamiento radica nuestra nobleza, ¿porqué insistimos en actuar como seres irracionales? ¿Porqué hacemos guerras, planeamos atentados, quemamos policías, traficamos con órganos, prostituimos a inocentes, alimentamos vicios, secuestramos y matamos mujeres, defraudamos la confianza de los pueblos o abusamos de nuestro poder? ¿Porqué no somos buenos o porqué no nos movemos racionalmente hacia el bien? ¿De qué nos sirve estudiar, aprender, trabajar o mandar, si no somos capaces de desterrar el pecado y la maldad, ni logramos que aquellos que viven y crecen bajo nuestra influencia sean mejores? Como las mil maldiciones que no pueden romper una camisa, tampoco tantas preguntas resuelven nada y, por el contrario, “agüitan” el inicio de un año que todos queremos próspero. Pero es necesario hacerlas, porque si no nos inquieta lo que pasa a nuestro alrededor, si nos conformamos con lo que somos y hacemos, el callo cada vez más grueso que nos mantiene indiferentes ante la desgracia y la inmoralidad, conformes ante la torpeza y la mentira, terminará por insensibilizar la parte humana que aún nos queda, y entonces sí, como las víctimas del tsunami, lo habremos perdido todo. A 350 días del próximo año, todavía estamos a tiempo: ocupémonos en ser mejores, sin preocuparnos tanto por las ventas nocturnas, la asignación del presupuesto o la sucesión presidencial.

ario@itesm.mx

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